- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Beatriz González
Una provocación irónica detrás de colores estridentes y dramas de folletín.
Beatriz González en su estudio, Bogotá. Fotografía de Ramón Giovanni.Beatriz González en su estudio, Bogotá. Fotografía de Ramón Giovanni.
Texto de: Holland Cotter
El multiculturalismo es un fenómeno complejo, tan dulce como amargo. Durante la última década del siglo, artistas e incluso culturas enteras, que habían sido excluidas e ignoradas por la tendencia en boga, ganaron admisión, por lo menos tentativa, al mercado del arte contemporáneo controlado por Estados Unidos y Europa. Sin embargo, las condiciones de entrada han sido a menudo caprichosas y limitantes.
En un momento dado la demanda institucional se inclina por estilos “internacionales” basados en modelos occidentales; un instante después por trabajos que se consideran suficientemente específicos desde el punto de vista cultural para ser “auténticos”. En el primer caso el riesgo estriba en la creación de una cierta homogeneidad global; en el segundo, en una nueva versión de exotismo.
Como en cualquier época, los artistas más interesantes logran superar las opciones convencionales y establecer sus propias reglas. Tal es el caso de la pintora colombiana Beatriz González (1938), cuya obra conocí en una muestra de 30 años de su trabajo, organizada por Carolina Ponce de León en El Museo del Barrio, que marcó el debut individual de la artista en Nueva York.
El título mismo de aquella muestra, “Qué honor estar con usted en este momento histórico”, capta la tónica de la pintura figurativa de González: entre burlona y formal, ocultando reservas de emoción tras una fachada pública difícil de leer. La ambigüedad está presente en todo: en imágenes que combinan dramas de folletín con íconos de arte canónico; en un estilo pictórico domésticamente acogedor, y hasta en su propia descripción –medio insolente, medio resignada– de su trabajo como “una pintura subdesarrollada para países subdesarrollados”.
No hay duda de que su trabajo, con esa cantidad de referencias a tópicos específicos, está íntimamente ligado a un tiempo y a un lugar. Ella creció en Colombia en los años cuarenta y cincuenta y se formó durante un periodo calamitoso que hoy día se denomina sencillamente como “la violencia”. En Bogotá, la capital del país, estudió pintura e historia del arte, pese a que la ciudad en sí no poseía una colección de arte europeo.
Pero, en cambio, tenía una vibrante cultura multirracial y una prensa popular ávidamente sensacionalista. Estos elementos se convirtieron en fuente de algunas de las obras tempranas de la artista, incluyendo Los suicidas del Sisga I (1965), con que se abrió la muestra.
El pequeño lienzo es directo: allí aparecen, de medio cuerpo, un hombre y una mujer jóvenes, tomados de la mano, sonriendo distraídamente. Con sus formas sencillas y sus colores llamativos, este cuadro podría ser fácilmente un cartel popular: algo así como un anuncio de tienda, que de manera romántica tratara de exaltar las ventajas de la vida conyugal.
De hecho, la imagen se basa en la fotografía que una joven pareja se hizo tomar antes de suicidarse, ahogándose. En una carta de despedida, explicaban que se hallaban profundamente enamorados pero que, debido a sus profundas convicciones religiosas, habían preferido morir a mancillar la pureza de la joven.
El cuadro es uno de varios pintados a finales de los sesenta, en los que González exploró la incisiva violencia de la sociedad colombiana. Por esos mismos años, produjo también una serie extraordinaria de dibujos en tinta sobre el mismo tema. Algunos basados en fotografías de crímenes pasionales y asesinatos políticos, aparecidas en tabloides; otros en propagandas de fisicoculturismo y remedios para el dolor de cabeza. Es muy diciente que, en manos de González, los dos tipos de imagen sean totalmente inconfundibles.
A lo largo de los sesenta y los setenta, la artista continuó trabajando con imágenes de reportería gráfica, un movimiento radical en una América Latina donde “gran arte” significaba tradición académica europea. Luego comenzó a darle la vuelta al asunto, adaptando libremente obras maestras clásicas de la pintura europea a formatos vernáculos.
De esta época data un grupo de obras imaginativas e irreverentes que González pintó o agregó a muebles de producción masiva o a utensilios domésticos encontrados en los mercados callejeros de Bogotá. La última cena de Leonardo aparece pintada en colores llamativos y figuras numeradas sobre una mesa de comedor de madera falsa. Una bañista de Degas en el fondo de un platón de aluminio.
Forma y función se mezclan espectacularmente en varias obras de tamaño mural no incluidas en la muestra. En una, González reconstruye una pintura panorámica de nenúfares de Monet sobre 20 metros de plástico para cortina de ducha. En otra, pintó Le Moulin de la Galette, el himno de Renoir al ocio de la clase media, sobre un rollo largo de papel que puso a la venta por centímetros, como cualquier tela de pieza.Estos ejemplos de pintura “subdesarrollada” representan muchas cosas: homenajes a artistas que González admira verdaderamente, pero también una mezcla ingeniosa de trabajo burocrático oficial e ilustración histórica. Estos trabajos le permitieron a González, que expone regularmente en Colombia y ha enseñado allí por años, traer al país obras maestras europeas, incluso de segunda mano. Y ellos mostraron el gran cambio que experimenta cualquier arte cuando es trasladado de una cultura a otra: cambian las formas, los significados y las valoraciones.
Aunque tales ideas resultan perfectamente válidas hoy día, cuando González presentó estas obras en la Bienal de Venecia de 1978, pasaron prácticamente inadvertidas. En los ochenta, ella cambió el rumbo de su arte, volviendo de nuevo hacia donde había empezado, como la pintora de la historia de su propio país. Otra vez recurre a los sucesos actuales, sólo que ahora los frasea en términos formales más complejos –fragmentados, expresionistas, surrealistas– como resulta evidente en dos pinturas íntimamente relacionadas que ella produjo en respuesta a una catástrofe cívica.En noviembre de 1985 guerrilleros armados ocuparon el Palacio de Justicia en Bogotá, tomando como rehenes a decenas de magistrados. El grupo guerrillero, uno de los muchos que hay en Colombia, había estado activo por años y había ganado un apoyo público considerable. Es imposible saber si el incidente hubiera podido terminar pacíficamente. Según se informó, los militares bombardearon el edificio, matando por igual a guerrilleros y civiles.
Las pinturas de González, ambas tituladas Señor Presidente, qué honor estar con usted en este momento histórico, describen el incidente a través de una lente alucinante. En uno de ellos, hecho en colores brillantes, el sonriente presidente y su gabinete, flanqueados por soldados uniformados, se sientan en una mesa que tiene como adorno central un ramo de flores de color rojo sangre. En la otra, hecha en un sombrío grisaille de periódico, las figuras sentadas siguen ahí, pero las flores han sido reemplazadas por un torso humano calcinado.
Como siempre, la intención de González no es tanto encontrar culpables –cosa prácticamente imposible en este caso– como sugerir que la violencia en sí es una condición existencial, cuyo poder se refleja a través de todo su trabajo siguiente, incluyendo una serie de pinturas de comienzos de los noventa –ejemplo de las cuales es el cuadro La isla del conejo de la suerte (1993)– en la que cuerpos masculinos vestidos con traje y corbata flotan, como Ofelia, en un agua oscura. No resulta claro si sus muertes fueron violentas o accidentales, pero todos encontraron el agua por tumba.
En sus más recientes pinturas de figuras femeninas solas, confluyen la política, la historia del arte y lo personal. Las figuras son adaptadas de dos fuentes: las exóticas imágenes de mujeres polinesias de Gauguin y las fotografías que los noticieros mostraron de las madres de soldados colombianos secuestrados, destrozadas de dolor. En dos de las pinturas, las sollozantes mujeres morenas lucen faldas decoradas con escenas de un paraíso tropical perdido. En una tercera, la artista se pinta a sí misma desnuda, su piel de un azul muerte, con sus manos cubriendo la cara como si estuviera mirando por entre los dedos cosas que difícilmente resiste ver.
González ha dicho que su pintura es “un arte provinciano que no puede circular universalmente sino acaso como curiosidad”. Y esto, sin duda, presenta problemas. Su estilo pictórico decididamente áspero y anti-académico –formas extrañas y superficies ordinarias– no será para todos los gustos. Y sus referencias, culturalmente enraizadas, pueden dificultar la interpretación de sus juegos de humor, desespero y afecto.
No obstante, la dinámica de su trabajo sugiere muchas cosas y ofrece puntos de comparación interesantes, así sea de manera indirecta, con algunos de sus contemporáneos neoyorquinos. Por ejemplo, su trabajo tiene paralelos con el de Andy Warhol. Ambos manejan material popular similar, desde tragedias de prensa amarilla hasta Últimas Cenas. Ambos plasman sus imágenes en formas de arte menor (Warhol en seda de screen industrial, González en muebles baratos). Ambos esconden un arte de apasionada observación social, tras una fachada de estudiada neutralidad.
Warhol, desde luego, fue una ficha clave en el mercado institucional internacional. González no. Ella decidió forjar un universo artístico a partir de su propia realidad, de notable riqueza y profundidad. Así pues, no sorprende saber que cuando en 1984 se preparaba en Colombia un catálogo de sus obras, ella insistió en que el libro se titulara Beatriz González: una pintora de provincia. Como muchos de sus colegas del mundo en los multiculturales comienzos de siglo, ella ha convertido su estatus “periférico”, en una escarapela de orgullo.
Holland Cotter es columnista de arte de The New York Times.
#AmorPorColombia
Beatriz González
Una provocación irónica detrás de colores estridentes y dramas de folletín.
Beatriz González en su estudio, Bogotá. Fotografía de Ramón Giovanni.Beatriz González en su estudio, Bogotá. Fotografía de Ramón Giovanni.
Texto de: Holland Cotter
El multiculturalismo es un fenómeno complejo, tan dulce como amargo. Durante la última década del siglo, artistas e incluso culturas enteras, que habían sido excluidas e ignoradas por la tendencia en boga, ganaron admisión, por lo menos tentativa, al mercado del arte contemporáneo controlado por Estados Unidos y Europa. Sin embargo, las condiciones de entrada han sido a menudo caprichosas y limitantes.
En un momento dado la demanda institucional se inclina por estilos “internacionales” basados en modelos occidentales; un instante después por trabajos que se consideran suficientemente específicos desde el punto de vista cultural para ser “auténticos”. En el primer caso el riesgo estriba en la creación de una cierta homogeneidad global; en el segundo, en una nueva versión de exotismo.
Como en cualquier época, los artistas más interesantes logran superar las opciones convencionales y establecer sus propias reglas. Tal es el caso de la pintora colombiana Beatriz González (1938), cuya obra conocí en una muestra de 30 años de su trabajo, organizada por Carolina Ponce de León en El Museo del Barrio, que marcó el debut individual de la artista en Nueva York.
El título mismo de aquella muestra, “Qué honor estar con usted en este momento histórico”, capta la tónica de la pintura figurativa de González: entre burlona y formal, ocultando reservas de emoción tras una fachada pública difícil de leer. La ambigüedad está presente en todo: en imágenes que combinan dramas de folletín con íconos de arte canónico; en un estilo pictórico domésticamente acogedor, y hasta en su propia descripción –medio insolente, medio resignada– de su trabajo como “una pintura subdesarrollada para países subdesarrollados”.
No hay duda de que su trabajo, con esa cantidad de referencias a tópicos específicos, está íntimamente ligado a un tiempo y a un lugar. Ella creció en Colombia en los años cuarenta y cincuenta y se formó durante un periodo calamitoso que hoy día se denomina sencillamente como “la violencia”. En Bogotá, la capital del país, estudió pintura e historia del arte, pese a que la ciudad en sí no poseía una colección de arte europeo.
Pero, en cambio, tenía una vibrante cultura multirracial y una prensa popular ávidamente sensacionalista. Estos elementos se convirtieron en fuente de algunas de las obras tempranas de la artista, incluyendo Los suicidas del Sisga I (1965), con que se abrió la muestra.
El pequeño lienzo es directo: allí aparecen, de medio cuerpo, un hombre y una mujer jóvenes, tomados de la mano, sonriendo distraídamente. Con sus formas sencillas y sus colores llamativos, este cuadro podría ser fácilmente un cartel popular: algo así como un anuncio de tienda, que de manera romántica tratara de exaltar las ventajas de la vida conyugal.
De hecho, la imagen se basa en la fotografía que una joven pareja se hizo tomar antes de suicidarse, ahogándose. En una carta de despedida, explicaban que se hallaban profundamente enamorados pero que, debido a sus profundas convicciones religiosas, habían preferido morir a mancillar la pureza de la joven.
El cuadro es uno de varios pintados a finales de los sesenta, en los que González exploró la incisiva violencia de la sociedad colombiana. Por esos mismos años, produjo también una serie extraordinaria de dibujos en tinta sobre el mismo tema. Algunos basados en fotografías de crímenes pasionales y asesinatos políticos, aparecidas en tabloides; otros en propagandas de fisicoculturismo y remedios para el dolor de cabeza. Es muy diciente que, en manos de González, los dos tipos de imagen sean totalmente inconfundibles.
A lo largo de los sesenta y los setenta, la artista continuó trabajando con imágenes de reportería gráfica, un movimiento radical en una América Latina donde “gran arte” significaba tradición académica europea. Luego comenzó a darle la vuelta al asunto, adaptando libremente obras maestras clásicas de la pintura europea a formatos vernáculos.
De esta época data un grupo de obras imaginativas e irreverentes que González pintó o agregó a muebles de producción masiva o a utensilios domésticos encontrados en los mercados callejeros de Bogotá. La última cena de Leonardo aparece pintada en colores llamativos y figuras numeradas sobre una mesa de comedor de madera falsa. Una bañista de Degas en el fondo de un platón de aluminio.
Forma y función se mezclan espectacularmente en varias obras de tamaño mural no incluidas en la muestra. En una, González reconstruye una pintura panorámica de nenúfares de Monet sobre 20 metros de plástico para cortina de ducha. En otra, pintó Le Moulin de la Galette, el himno de Renoir al ocio de la clase media, sobre un rollo largo de papel que puso a la venta por centímetros, como cualquier tela de pieza.Estos ejemplos de pintura “subdesarrollada” representan muchas cosas: homenajes a artistas que González admira verdaderamente, pero también una mezcla ingeniosa de trabajo burocrático oficial e ilustración histórica. Estos trabajos le permitieron a González, que expone regularmente en Colombia y ha enseñado allí por años, traer al país obras maestras europeas, incluso de segunda mano. Y ellos mostraron el gran cambio que experimenta cualquier arte cuando es trasladado de una cultura a otra: cambian las formas, los significados y las valoraciones.
Aunque tales ideas resultan perfectamente válidas hoy día, cuando González presentó estas obras en la Bienal de Venecia de 1978, pasaron prácticamente inadvertidas. En los ochenta, ella cambió el rumbo de su arte, volviendo de nuevo hacia donde había empezado, como la pintora de la historia de su propio país. Otra vez recurre a los sucesos actuales, sólo que ahora los frasea en términos formales más complejos –fragmentados, expresionistas, surrealistas– como resulta evidente en dos pinturas íntimamente relacionadas que ella produjo en respuesta a una catástrofe cívica.En noviembre de 1985 guerrilleros armados ocuparon el Palacio de Justicia en Bogotá, tomando como rehenes a decenas de magistrados. El grupo guerrillero, uno de los muchos que hay en Colombia, había estado activo por años y había ganado un apoyo público considerable. Es imposible saber si el incidente hubiera podido terminar pacíficamente. Según se informó, los militares bombardearon el edificio, matando por igual a guerrilleros y civiles.
Las pinturas de González, ambas tituladas Señor Presidente, qué honor estar con usted en este momento histórico, describen el incidente a través de una lente alucinante. En uno de ellos, hecho en colores brillantes, el sonriente presidente y su gabinete, flanqueados por soldados uniformados, se sientan en una mesa que tiene como adorno central un ramo de flores de color rojo sangre. En la otra, hecha en un sombrío grisaille de periódico, las figuras sentadas siguen ahí, pero las flores han sido reemplazadas por un torso humano calcinado.
Como siempre, la intención de González no es tanto encontrar culpables –cosa prácticamente imposible en este caso– como sugerir que la violencia en sí es una condición existencial, cuyo poder se refleja a través de todo su trabajo siguiente, incluyendo una serie de pinturas de comienzos de los noventa –ejemplo de las cuales es el cuadro La isla del conejo de la suerte (1993)– en la que cuerpos masculinos vestidos con traje y corbata flotan, como Ofelia, en un agua oscura. No resulta claro si sus muertes fueron violentas o accidentales, pero todos encontraron el agua por tumba.
En sus más recientes pinturas de figuras femeninas solas, confluyen la política, la historia del arte y lo personal. Las figuras son adaptadas de dos fuentes: las exóticas imágenes de mujeres polinesias de Gauguin y las fotografías que los noticieros mostraron de las madres de soldados colombianos secuestrados, destrozadas de dolor. En dos de las pinturas, las sollozantes mujeres morenas lucen faldas decoradas con escenas de un paraíso tropical perdido. En una tercera, la artista se pinta a sí misma desnuda, su piel de un azul muerte, con sus manos cubriendo la cara como si estuviera mirando por entre los dedos cosas que difícilmente resiste ver.
González ha dicho que su pintura es “un arte provinciano que no puede circular universalmente sino acaso como curiosidad”. Y esto, sin duda, presenta problemas. Su estilo pictórico decididamente áspero y anti-académico –formas extrañas y superficies ordinarias– no será para todos los gustos. Y sus referencias, culturalmente enraizadas, pueden dificultar la interpretación de sus juegos de humor, desespero y afecto.
No obstante, la dinámica de su trabajo sugiere muchas cosas y ofrece puntos de comparación interesantes, así sea de manera indirecta, con algunos de sus contemporáneos neoyorquinos. Por ejemplo, su trabajo tiene paralelos con el de Andy Warhol. Ambos manejan material popular similar, desde tragedias de prensa amarilla hasta Últimas Cenas. Ambos plasman sus imágenes en formas de arte menor (Warhol en seda de screen industrial, González en muebles baratos). Ambos esconden un arte de apasionada observación social, tras una fachada de estudiada neutralidad.
Warhol, desde luego, fue una ficha clave en el mercado institucional internacional. González no. Ella decidió forjar un universo artístico a partir de su propia realidad, de notable riqueza y profundidad. Así pues, no sorprende saber que cuando en 1984 se preparaba en Colombia un catálogo de sus obras, ella insistió en que el libro se titulara Beatriz González: una pintora de provincia. Como muchos de sus colegas del mundo en los multiculturales comienzos de siglo, ella ha convertido su estatus “periférico”, en una escarapela de orgullo.
Holland Cotter es columnista de arte de The New York Times.