- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
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- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
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- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
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- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
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- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
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- Apartamentos. Bogotá (2010)
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- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Rusia
En el espectacular Salón Dorado todo lo que brilla es oro; mejor dicho, lámina de oro. Al punto de que cuando en 1933 se solicitó al famoso arquitecto y diseñador de interiores neoyorquino Eugene Schoen que modernizara la embajada, su declaración tajante fue que respetaría hasta el último de los rizos del más diminuto de los cupidos. El efecto multiplicador de las arañas de luces a través de los espejos enfrentados fue un recurso muy utilizado en las mansiones de esa época. Antonio Castañeda Buraglia.
El Salón Dorado o Sala de Conciertos ha sido el escenario principal de las grandes recepciones de esta embajada. Antonio Castañeda Buraglia.
El Salón Dorado o Sala de Conciertos ha sido el escenario principal de las grandes recepciones de esta embajada. Antonio Castañeda Buraglia.
Durante un buen tiempo en este primer piso hubo oficinas para funcionarios. Luego, éstas se convirtieron en salas de recepción, un poco más informales que las del segundo piso. Antonio Castañeda Buraglia.
Vestíbulo del segundo piso que conduce al Salón Dorado. El gran tamaño de las chimeneas es otra constante de este tipo de residencias. Antonio Castañeda Buraglia.
La gran lámpara del comedor es uno de los objetos más valiosos de la embajada. Si bien de apariencia moderna, documentos fechados en 1934 la describen como “una antigua araña de luces del siglo XVI, realizada con gran esfuerzo por artesanos venecianos”. Su globo se considera como uno de los más grandes soplado porser humano alguno. Antonio Castañeda Buraglia.
Durante una época, esta inusual salita, ubicada al fondo del comedor, estuvo cubierta por pesados cortinajes. Antonio Castañeda Buraglia.
Pinturas de artistas rusos de muy diversas épocas decoran las paredes, incluyendo nombres tan conocidos como los de I. Aivazovsky, M. Nesterov, K. Makovsky, A. Savrasov, F. Sychkov. Antonio Castañeda Buraglia.
Texto de: Lily Urdinola de Bianchi
Difícil encontrar dos suegras como Hattie Sanger Pullman. Fascinada con la carrera política de su yerno Frank O. Lowden, elegido y reelegido congresista por Illinois, esta multimillonaria madre política –viuda del magnate de los coches-dormitorio, George Pullman– decidió que ya que Lowden y su hija tenían para largo en Washington, sería bueno que tuvieran su propia casa y dejaran de seguir alquilando. Pero no podía ser cualquier morada porque si la carrera política del yernísimo seguía como iba, podía hasta terminar con la banda presidencial terciada. Pensando en eso, el arquitecto obvio era Nathan Wyeth, quien por esa misma época estaba a cargo de la ampliación de las oficinas del ala oeste de la Casa Blanca.
La residencia, una de las más costosas que se construyesen en la ciudad a comienzos del siglo pasado, fue hecha a medida de las aspiraciones de doña Hattie: imponente edificación, extensos recibos, finísimos terminados. Y si bien en una época el gran debate se centró en si la mansión Pullman fue la consagración del arquitecto Wyeth o su pecado mortal –por la mezcla de estilos y poca originalidad– a estas alturas, con todo lo que sus muros han visto y oído, es pieza fundamental de la historia de Washington.
Sin embargo, no fueron los Pullman quienes bailaron en el versallesco Salón Dorado ni quienes cenaron en el inmenso comedor de paredes enchapadas en nogal. El yerno se enfermó, no pudo presentarse a la reelección y, por ende, nunca volvió a la capital. A partir de ese momento su suegra perdió interés en la propiedad y la puso en venta con todo y mobiliario. Pero no le fue fácil deshacerse de ella por el precio y por los tiempos que corrían. Inicialmente se la compró su amiga Natalie Hays Hammond, esposa del millonario ingeniero de minas que después sería el propietario de la actual Embajada de Francia, por 300 000 dólares. Meses más tarde, sería vendida al gobierno del zar de Rusia por 350 000.
Siempre se ha dicho que nadie aplaudió más la compra de Nicolás II que su embajador Georgi Bakhmeteff y su esposa, la aristocrática y talentosa norteamericana Marie Beale, a quienes les gustaba vivir a la grand manière. De allí que, a partir de 1914, la morada de 64 habitaciones fue manejada como palacio imperial y entre la pareja de diplomáticos, el chef francés con sus 12 ayudantes y los otros 40 empleados que componían la servidumbre, la ciudad se enteró de cómo se atendía en la Rusia zarista.
En 1917, naturalmente, se acabó la fiesta. El zar abdicó y el gobierno provisional de Kerenski avisó que en una semana más estaría en Washington su nuevo representante, Boris Bakhmeteff, quien sólo tenía en común con su predecesor el apellido, detalle que el último se encargó de divulgar urbi et orbi, cuando no lo calificaba de “maestro plomero”.
El embajador zarista y su esposa se fueron a vivir a Francia y, junto con sus valiosas pertenencias, desmantelaron la embajada de la calle 16, alegando que ni los sofás Luis XV y XVI, ni las sillas y las mesas, ni las costosas alfombras pertenecían al “gobierno provisional” y que ellos, en cambio, sí las necesitaban para arreglar la casa que pensaban construirse en París, exactamente igual a la mansión Pullman y con el mismo Wyeth como arquitecto, en la medida de lo posible. Ello, al parecer, nunca ocurrió y tampoco le importó mucho al nuevo Bakhmeteff que, por lo ocupado que se mantenía yendo y viniendo al Departamento de Estado, optó por alhajar la casa con los primeros muebles no pretenciosos que encontró.
Cuando estalló la Revolución de Octubre y Estados Unidos decidió no reconocer a la Unión Soviética, la embajada entró en un letargo que se prolongó por más de diez años. Bakhmeteff se fue a Nueva York a enseñar ingeniería en Columbia University y los muros y muebles de la residencia se cubrieron con telas baratas.
Sin embargo, todo cambió en 1933 con la elección de Franklin Delano Roosevelt como presidente. Al reconocer éste al Gobierno de la Unión Soviética, empezaron los preparativos para recibir al nuevo embajador. La idea inicial fue modernizar toda la casa, empezando por la cocina y los baños. Para ello se contrató a Eugene Schoen, un prestigioso arquitecto de Nueva York, que tan pronto entró a la mansión y vio el estado de su artesonado interior, consideró que era más barato comprar otra nueva que restaurarla. De allí que se dedicara justamente a eso: a renovar la cocina y los 14 baños, advirtiendo que no le tocaría ni un crespo al más insignificante de los cupidos de la gran sala.
Gracias a las antiguas piezas de la Rusia imperial que se trajeron, a las que se compraron a Edith Rockefeller McCormick?, y a la labor de Schoen, la casa retomó su antiguo aire palaciego y quedó lista para recibir al recién designado embajador Alexander Troyanovsky. En 1934, a escasos cuatro meses de haber llegado, el representante de Stalin y su digna esposa, a más de entronizar la bandera con la hoz y el martillo, conmocionaron el notablato de Washington al celebrar la fiesta del año.
En este aspecto, no todos los embajadores que los sucedieron fueron exactamente igual a los Troyanovskys. No obstante, y con unos representantes más adustos que otros, la gran recepción de la sede continuó siendo por varias décadas la celebración anual de la Revolución de Octubre, si bien la afluencia de personalidades variaba según el grado de tirantez en que se encontraran las relaciones con Estados Unidos.
Cambios más, cambios menos, especialmente en los retratos de los líderes soviéticos que se exhibían en la galería de pinturas, la embajada mantuvo su mismo aspecto hasta la visita de Nikita Krushchev en 1959, con ocasión de la cual se hizo otra renovación importante. También fue la ocasión en que el presidente Eisenhower pisó por primera vez la embajada para la recepción ofrecida en su honor por el mandatario soviético.
Si bien los años 60 estuvieron marcados por la eficiencia, el estilo y la elegancia del embajador Anatoly Dobrynin, el período de la guerra fría trajo consigo la colocación de una antiestética fila de antenas en el techo de la residencia. Después vendrían el glásnost, la perestroika, la desmembración de la Unión Soviética.
Hacia fines de 1991, la bandera tricolor rusa fue izada nuevamente sobre la ex mansión Pullman, como símbolo del nacimiento de la nueva Rusia que conocemos hoy. Sus actuales huéspedes –el embajador Yuri Ushakov y su dinámica esposa Svetlana– fueron la fuerza motora del proyecto que le devolvería a la casa su antiguo esplendor. Como resultado de este enorme trabajo –realizado enteramente por maestros rusos– las sencillas oficinas de pisos de linóleo y chimeneas forradas en tablas, que constituyeron la tónica de gran parte del edificio durante décadas, se transformaron en salones de recepción que se asemejan lo más posible a su versión original.
Hoy, la residencia del embajador ruso es un lugar familiar entre los washingtonianos, el cuerpo diplomático y la comunidad rusa, no sólo por sus grandes recepciones sino por sus exhibiciones de arte, recitales musicales y otras actividades de índole cultural.
Como bien lo resumió Svetlana Ushakov, “esta casa tiene historia y está viva”.
#AmorPorColombia
Rusia
En el espectacular Salón Dorado todo lo que brilla es oro; mejor dicho, lámina de oro. Al punto de que cuando en 1933 se solicitó al famoso arquitecto y diseñador de interiores neoyorquino Eugene Schoen que modernizara la embajada, su declaración tajante fue que respetaría hasta el último de los rizos del más diminuto de los cupidos. El efecto multiplicador de las arañas de luces a través de los espejos enfrentados fue un recurso muy utilizado en las mansiones de esa época. Antonio Castañeda Buraglia.
El Salón Dorado o Sala de Conciertos ha sido el escenario principal de las grandes recepciones de esta embajada. Antonio Castañeda Buraglia.
El Salón Dorado o Sala de Conciertos ha sido el escenario principal de las grandes recepciones de esta embajada. Antonio Castañeda Buraglia.
Durante un buen tiempo en este primer piso hubo oficinas para funcionarios. Luego, éstas se convirtieron en salas de recepción, un poco más informales que las del segundo piso. Antonio Castañeda Buraglia.
Vestíbulo del segundo piso que conduce al Salón Dorado. El gran tamaño de las chimeneas es otra constante de este tipo de residencias. Antonio Castañeda Buraglia.
La gran lámpara del comedor es uno de los objetos más valiosos de la embajada. Si bien de apariencia moderna, documentos fechados en 1934 la describen como “una antigua araña de luces del siglo XVI, realizada con gran esfuerzo por artesanos venecianos”. Su globo se considera como uno de los más grandes soplado porser humano alguno. Antonio Castañeda Buraglia.
Durante una época, esta inusual salita, ubicada al fondo del comedor, estuvo cubierta por pesados cortinajes. Antonio Castañeda Buraglia.
Pinturas de artistas rusos de muy diversas épocas decoran las paredes, incluyendo nombres tan conocidos como los de I. Aivazovsky, M. Nesterov, K. Makovsky, A. Savrasov, F. Sychkov. Antonio Castañeda Buraglia.
Texto de: Lily Urdinola de Bianchi
Difícil encontrar dos suegras como Hattie Sanger Pullman. Fascinada con la carrera política de su yerno Frank O. Lowden, elegido y reelegido congresista por Illinois, esta multimillonaria madre política –viuda del magnate de los coches-dormitorio, George Pullman– decidió que ya que Lowden y su hija tenían para largo en Washington, sería bueno que tuvieran su propia casa y dejaran de seguir alquilando. Pero no podía ser cualquier morada porque si la carrera política del yernísimo seguía como iba, podía hasta terminar con la banda presidencial terciada. Pensando en eso, el arquitecto obvio era Nathan Wyeth, quien por esa misma época estaba a cargo de la ampliación de las oficinas del ala oeste de la Casa Blanca.
La residencia, una de las más costosas que se construyesen en la ciudad a comienzos del siglo pasado, fue hecha a medida de las aspiraciones de doña Hattie: imponente edificación, extensos recibos, finísimos terminados. Y si bien en una época el gran debate se centró en si la mansión Pullman fue la consagración del arquitecto Wyeth o su pecado mortal –por la mezcla de estilos y poca originalidad– a estas alturas, con todo lo que sus muros han visto y oído, es pieza fundamental de la historia de Washington.
Sin embargo, no fueron los Pullman quienes bailaron en el versallesco Salón Dorado ni quienes cenaron en el inmenso comedor de paredes enchapadas en nogal. El yerno se enfermó, no pudo presentarse a la reelección y, por ende, nunca volvió a la capital. A partir de ese momento su suegra perdió interés en la propiedad y la puso en venta con todo y mobiliario. Pero no le fue fácil deshacerse de ella por el precio y por los tiempos que corrían. Inicialmente se la compró su amiga Natalie Hays Hammond, esposa del millonario ingeniero de minas que después sería el propietario de la actual Embajada de Francia, por 300 000 dólares. Meses más tarde, sería vendida al gobierno del zar de Rusia por 350 000.
Siempre se ha dicho que nadie aplaudió más la compra de Nicolás II que su embajador Georgi Bakhmeteff y su esposa, la aristocrática y talentosa norteamericana Marie Beale, a quienes les gustaba vivir a la grand manière. De allí que, a partir de 1914, la morada de 64 habitaciones fue manejada como palacio imperial y entre la pareja de diplomáticos, el chef francés con sus 12 ayudantes y los otros 40 empleados que componían la servidumbre, la ciudad se enteró de cómo se atendía en la Rusia zarista.
En 1917, naturalmente, se acabó la fiesta. El zar abdicó y el gobierno provisional de Kerenski avisó que en una semana más estaría en Washington su nuevo representante, Boris Bakhmeteff, quien sólo tenía en común con su predecesor el apellido, detalle que el último se encargó de divulgar urbi et orbi, cuando no lo calificaba de “maestro plomero”.
El embajador zarista y su esposa se fueron a vivir a Francia y, junto con sus valiosas pertenencias, desmantelaron la embajada de la calle 16, alegando que ni los sofás Luis XV y XVI, ni las sillas y las mesas, ni las costosas alfombras pertenecían al “gobierno provisional” y que ellos, en cambio, sí las necesitaban para arreglar la casa que pensaban construirse en París, exactamente igual a la mansión Pullman y con el mismo Wyeth como arquitecto, en la medida de lo posible. Ello, al parecer, nunca ocurrió y tampoco le importó mucho al nuevo Bakhmeteff que, por lo ocupado que se mantenía yendo y viniendo al Departamento de Estado, optó por alhajar la casa con los primeros muebles no pretenciosos que encontró.
Cuando estalló la Revolución de Octubre y Estados Unidos decidió no reconocer a la Unión Soviética, la embajada entró en un letargo que se prolongó por más de diez años. Bakhmeteff se fue a Nueva York a enseñar ingeniería en Columbia University y los muros y muebles de la residencia se cubrieron con telas baratas.
Sin embargo, todo cambió en 1933 con la elección de Franklin Delano Roosevelt como presidente. Al reconocer éste al Gobierno de la Unión Soviética, empezaron los preparativos para recibir al nuevo embajador. La idea inicial fue modernizar toda la casa, empezando por la cocina y los baños. Para ello se contrató a Eugene Schoen, un prestigioso arquitecto de Nueva York, que tan pronto entró a la mansión y vio el estado de su artesonado interior, consideró que era más barato comprar otra nueva que restaurarla. De allí que se dedicara justamente a eso: a renovar la cocina y los 14 baños, advirtiendo que no le tocaría ni un crespo al más insignificante de los cupidos de la gran sala.
Gracias a las antiguas piezas de la Rusia imperial que se trajeron, a las que se compraron a Edith Rockefeller McCormick?, y a la labor de Schoen, la casa retomó su antiguo aire palaciego y quedó lista para recibir al recién designado embajador Alexander Troyanovsky. En 1934, a escasos cuatro meses de haber llegado, el representante de Stalin y su digna esposa, a más de entronizar la bandera con la hoz y el martillo, conmocionaron el notablato de Washington al celebrar la fiesta del año.
En este aspecto, no todos los embajadores que los sucedieron fueron exactamente igual a los Troyanovskys. No obstante, y con unos representantes más adustos que otros, la gran recepción de la sede continuó siendo por varias décadas la celebración anual de la Revolución de Octubre, si bien la afluencia de personalidades variaba según el grado de tirantez en que se encontraran las relaciones con Estados Unidos.
Cambios más, cambios menos, especialmente en los retratos de los líderes soviéticos que se exhibían en la galería de pinturas, la embajada mantuvo su mismo aspecto hasta la visita de Nikita Krushchev en 1959, con ocasión de la cual se hizo otra renovación importante. También fue la ocasión en que el presidente Eisenhower pisó por primera vez la embajada para la recepción ofrecida en su honor por el mandatario soviético.
Si bien los años 60 estuvieron marcados por la eficiencia, el estilo y la elegancia del embajador Anatoly Dobrynin, el período de la guerra fría trajo consigo la colocación de una antiestética fila de antenas en el techo de la residencia. Después vendrían el glásnost, la perestroika, la desmembración de la Unión Soviética.
Hacia fines de 1991, la bandera tricolor rusa fue izada nuevamente sobre la ex mansión Pullman, como símbolo del nacimiento de la nueva Rusia que conocemos hoy. Sus actuales huéspedes –el embajador Yuri Ushakov y su dinámica esposa Svetlana– fueron la fuerza motora del proyecto que le devolvería a la casa su antiguo esplendor. Como resultado de este enorme trabajo –realizado enteramente por maestros rusos– las sencillas oficinas de pisos de linóleo y chimeneas forradas en tablas, que constituyeron la tónica de gran parte del edificio durante décadas, se transformaron en salones de recepción que se asemejan lo más posible a su versión original.
Hoy, la residencia del embajador ruso es un lugar familiar entre los washingtonianos, el cuerpo diplomático y la comunidad rusa, no sólo por sus grandes recepciones sino por sus exhibiciones de arte, recitales musicales y otras actividades de índole cultural.
Como bien lo resumió Svetlana Ushakov, “esta casa tiene historia y está viva”.