- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
- Manglares (1989)
- Señor Ladrillo (1988)
- La última muerte de Wozzeck (2000)
- Historia del Café de Guatemala (2001)
- Casa Guatemalteca (1999)
- Silvia Tcherassi (2002)
- Ana Mercedes Hoyos. Retrospectiva (2002)
- Francisco Mejía Guinand (2002)
- Aves del Llano (1992)
- El año que viene vuelvo (1989)
- Museos de Bogotá (1989)
- El arte de la cocina japonesa (1996)
- Botero Dibujos (1999)
- Colombia Campesina (1989)
- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
- Débora Arango. Museo de Arte Moderno de Medellín (1986)
- La Sabana de Bogotá (1988)
- Casas de Embajada en Washington D.C. (2004)
- XVI Bienal colombiana de Arquitectura 1998 (1998)
- Visiones del Siglo XX colombiano. A través de sus protagonistas ya muertos (2003)
- Río Bogotá (1985)
- Jacanamijoy (2003)
- Álvaro Barrera. Arquitectura y Restauración (2003)
- Campos de Golf en Colombia (2003)
- Cartagena de Indias. Visión panorámica desde el aire (2003)
- Guadua. Arquitectura y Diseño (2003)
- Enrique Grau. Homenaje (2003)
- Mauricio Gómez. Con la mano izquierda (2003)
- Ignacio Gómez Jaramillo (2003)
- Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. 350 años (2003)
- Manos en el arte colombiano (2003)
- Historia de la Fotografía en Colombia. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1983)
- Arenas Betancourt. Un realista más allá del tiempo (1986)
- Los Figueroa. Aproximación a su época y a su pintura (1986)
- Andrés de Santa María (1985)
- Ricardo Gómez Campuzano (1987)
- El encanto de Bogotá (1987)
- Manizales de ayer. Album de fotografías (1987)
- Ramírez Villamizar. Museo de Arte Moderno de Bogotá (1984)
- La transformación de Bogotá (1982)
- Las fronteras azules de Colombia (1985)
- Botero en el Museo Nacional de Colombia. Nueva donación 2004 (2004)
- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
- Flora de Los Andes. Cien especies del Altiplano Cundi-Boyacense (1984)
- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
- Colombia amazónica (1988)
- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
- Bogotá. Estructura y principales servicios públicos (1978)
- Colombia Parques Naturales (2006)
- Érase una vez Colombia (2005)
- Colombia 360°. Ciudades y pueblos (2006)
- Bogotá 360°. La ciudad interior (2006)
- Guatemala inédita (2006)
- Casa de Recreo en Colombia (2005)
- Manzur. Homenaje (2005)
- Gerardo Aragón (2009)
- Santiago Cárdenas (2006)
- Omar Rayo. Homenaje (2006)
- Beatriz González (2005)
- Casa de Campo en Colombia (2007)
- Luis Restrepo. construcciones (2007)
- Juan Cárdenas (2007)
- Luis Caballero. Homenaje (2007)
- Fútbol en Colombia (2007)
- Cafés de Colombia (2008)
- Colombia es Color (2008)
- Armando Villegas. Homenaje (2008)
- Manuel Hernández (2008)
- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
- Orquídeas. Especies de Colombia (2010)
- Apartamentos. Bogotá (2010)
- Luis Caballero. Erótico (2010)
- Luis Fernando Peláez (2010)
- Aves en Colombia (2011)
- Pedro Ruiz (2011)
- El mundo del arte en San Agustín (2011)
- Cundinamarca. Corazón de Colombia (2011)
- El hundimiento de los Partidos Políticos Tradicionales venezolanos: El caso Copei (2014)
- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Dos
La Playa, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Córdoba, Quindío. José Fernando Machado.
Cuítiva, Boyacá. José Fernando Machado.
Valledupar, Cesar. José Fernando Machado.
Codazzi, Cesar. José Fernando Machado.
Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
Cácota, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Yotoco, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Suárez, Tolima. José Fernando Machado.
Gachancipá, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Guane, Santander. José Fernando Machado.
Tejedora de mochilas. San Jacinto, Bolívar. José Fernando Machado.
Vendedora de flores. Buesaco, Nariño. José Fernando Machado.
Uribia, La Guajira. Diego Samper.
Nuquí, Chocó. Jorge Eduardo Arango.
San Pedro, Antioquia. León Duque.
Silvia, Cauca. José Fernando Machado.
San Antero, Córdoba. José Fernando Machado.
San Onofre, Sucre. José Fernando Machado.
Yendo a misa. Dibulla, La Guajira. José Fernando Machado.
Niñas guambianas. Guambía, Cauca. José Fernando Machado.
Lavanderas. Dibulla, La Guajira. José Fernando Machado.
Granizada. Ráquira, Boyacá. Betty Elder.
Monguí, Boyacá. Betty Elder.
Pamplonita, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Tasco, Boyacá. Santiago Harker.
Villapinzón, Cundinamarca. Fabio Serrano.
Ráquira, Boyacá. Vicky Ospina.
Sombrerera. Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
Río Piedras, Tolima. José Fernando Machado.
Arrieros. Santa Isabel, Tolima. José Fernando Machado.
Partido de fútbol. Chita, Boyacá. Santiago Harker.
Niña guambiana. Silvia, Cauca José Fernando Machado.
Atardecer en la Playa Grande. Río Iscuandé, Nariño. Ellen Tolmie.
Tucurinca, Magdalena. Efraín García.
Razas de diversa índole y distinta procedencia bajo el cielo colombiano, blancos, negros e indios, mestizos, mulatos, zambos y cuarterones, el país es rico en tipos humanos para cada punta de su geografía, desde las costas ardientes y los llanos tendidos al sol, hasta las regiones templadas y nuestras laderas cordilleranas y nuestros páramos vecinos del cielo. Gentes humildes y orgullosas que todavía creen en el amparo de su tierra, el trabajo en ellos, la calidez humana en ellos, en ellos la esperanza.
Nuevamente el departamento de Nariño donde el verde se hace a cuadros sobre parcelas amadas, donde el habla se adelgaza y se alarga y suaviza para decir buenos dichos clásicos, donde quisimos una vez, y nos quisieron… Aquí también la mujer llena de flores a su espalda, flores en las manos contra el seno. Y el aire frío que recorre los sembrados, que recorre la calidez de otros seres vecinos del corazón.
Guajira pintada contra los rayos del sol, mulata de la costa atlántica, hermosa niña de cualquier sitio colombiano, indiecita de Silvia. Cuerpos humanos de coquetería incipiente, de asombro oculto, de sonrisa abierta, de callada simpatía. Mujeres nuestras amables en su catadura, abiertas al son de la música y al son de la vida que siempre han de ganar.
A pie, a caballo, sobre ruedas, con alas metálicas, el hombre ha sabido desplazarse en medio de caminos difíciles, de precipicios aterradores, de llanuras fértiles y desiertos soledosos donde se angustia el cacto. La familia humana ha logrado sobrevivir porque aprendió a desplazarse y a defenderse contra la crueldad del tiempo y de la geografía. Nada de lo vegetal o mineral o humano es ajeno a su epopeya de cada hora.
Desde siglos y siglos antes de que Juan Ramón cantara su pequeño animal caminador, ya los burritos de tierra caliente y tierra fría eran amigos entrañables del hombre y sus faenas. Ellos siguen transportando a sus dueños, ellos siguen llevando la leña y el agua a cada vivienda donde el agua escasea, ellos siguen andando pacientes bajo el sol de zona tórrida o contra los vientos paramunos, si pisan regiones frías sus cascos y sus trotes.
Niños con sus ruanas cobijadoras y sus pantalones abajo de la rodilla, la botella de aguapanela para reforzar la energía en fuga; y la niña indígena, su vestido típico y pobre, su lazo de cabuya trenzada al cuello de la oveja mansa, con ubre de leche suficiente para su cachorro, también camina las calles del pueblo, el suburbio cruel si llega a la ciudad, los senderos veredales, el pasto golpeado por la ventisca que voltea los árboles hacia un solo lado del horizonte, y después todo se aquieta, niña y animal, niños y animales, frente al paisaje de sobrecogedora grandeza. Niños campesinos que trabajan incansablemente en cualquier labor, inclinados sobre la madre tierra, oscuro el porvenir, urgente su liberación, no para desterrarlos sino para que su patria chica no sea enemiga de sus pequeñas ambiciones, de la felicidad precaria a que en muchas ocasiones están condenados.
En los campos de Ráquira, donde existe una cerámica memorable, el clima hace posible el pastoreo de las ovejas y la utilización artesanal de sus lanas poco después del tiempo de la esquila. Ponchos, cobijas, mantas, alfombras, edredones, la industria casera del tejido que utiliza el hombre contra el frío, reemplazo de la piel animal en las bajas temperaturas. Si permanecer desnudo pudo ser algo natural, en las regiones paramunas la desnudez sería la insensatez de los sentidos. El niño, persona imprescindible, en el campo colombiano se hace todavía más necesario, la premura de la vida, el acoso de las sierras estériles, la enemistad del clima vecino del hielo, una vegetación escasa y el deterioro de las parcelas cultivables hacen duro y dulce el vivir al viento de las serranías, al quemar del sol, viejo padre de sus antepasados.
En Silvia, pueblo típico del departamento del Cauca, se hacen algunos de los tejidos más finos que se puedan tocar y mirar, y algunos de los rostros más auténticos del país. Cerca está Popayán, ciudad blanca y hermosa a pesar de los terremotos, y donde la gente va a contemplar el crepúsculo cerca del Puracé como si fuera el estreno de otra película fenomenal, o como si el amor se renovara cada día para el consumo colectivo.
Y muy distante, hacia el Norte de Santander, aunque allí escasea la sangre india pura de nacimiento, parece repetirse la belleza y el misterio de esa raza autóctona, distante su mirada, hierático su rostro como el de un ídolo joven, el sombrerito de tejido verde, la ruana de lana cruda sacada en la esquila al rebaño menos distante, las manos seguras en la traba de sus dedos, la mirada fija, ligeramente vaga como para mirarse frente a su propio espejo.
Más piedras tal vez que agua en su cauce, el Tolima también tiene otro río Piedras, a donde arrima la bestia para beber, el joven para bañarse y pescar, el paisaje para mirarse en sus esteros. Hombre solo, hombre y caballo han sido una constante en el campesino de Colombia, así vencieron su geografía arisca y domaron los tropiezos de toda índole. Y en el pueblo de calles inclinadas y por donde en las noches sin luz pasa invisible el espanto de la Mula de Tres Patas, se ven los arrieros de trecho corto con su carga de productos vecinales. Ellos traen al compadre puebleño las noticias humildes de un muerto reciente, de un nacimiento precoz, de una buena cosecha. Después en la cantina beberá sus cervezas o brindará con timidez con el aguardiente por la vida que se espera, por la siembra que vendrá, por el amor en veremos, mientras la victrola de cuerda o el tocadiscos eléctrico va cantando su pena larga y sola.
La Cocina
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Tradicionalmente la cocina fue lugar preferido para las tertulias en la familia de nuestros campos. En climas fríos, con el calor de la leña al arder dentro del fogón, y a la tibieza que irradian sus llamas en todo el ámbito, y por el olor a comida que se expande como un aperitivo. En los climas cálidos, por la confianza que dan los utensilios domésticos, y porque se aprovecha el ambiente a fin de contar los últimos sucesos de las cercanías, o de lejanías que interesan a cada región, en noticias de canto en canto, de boca en boca.
La cocina propicia el ambiente para relatos de otros mundos, donde fantasmas heredados a nivel nacional se mezclan con aparecidos del vecindario, y donde el terror que produce el recuerdo de un crimen o la imaginación desbordada en un mas allá abren caminos inusitados a quien narra y a quienes escuchan. “Esto era, pues…” en el comienzo de los relatos, y “Cuento acabado”, final entre contadores de cordilleras, valles y costas.
En la cocina se comentan sucesos del arado, la brega con el ganado o las siembras, la cacería reciente de una guagua, un conejo, un venado, u otra aventura frente a la serpiente venenosa. Allí se habla de siembras y cosechas, de nacimientos o muertes cercanas, de un acto violento o sobre la esperanza de una paz indispensable. Y el olor del café o de aguapanela, y el de la comida, se mezclan en el aire familiar con palabras decidoras en respiraciones y silencios.
Pásame el plato hondo.
Estas yucas parecen de algodón sabroso.
El azafrán, los otros aliños ...
Y después de la cena temprana, el descanso en camastros, hamacas o esteras de enea, los niños tirados al sueño, la madre en la poceta para el lavado de los trastos; el hombre dará una vuelta al patio donde sentirá el aire refocilado por una brisa olorosa a ramas y semillas.
—Vea, ¡venga, pues! —llama el hombre cuando el sol se ha escondido tras los cerros si es cordillera, o en la llanura, o más allá del mar—. Mire —y cuando ella arrima le señala la luna llena. Pocas nubes tratan de velarla, amarilla y redonda, extraña y familiar, mítica y casera, y ladran los perros y cantan los lunáticos y versifican los poetas y quieren los enamorados y temen los ladrones.
—¿Que le parece? —señala él, y ella calla, quieta ya contra la talanquera que observa el paisaje, y no necesitan hablar porque la noche dice lo que no cabe en palabras. Ladra de nuevo el perro, se escucha el llamado de un niño, brama el ternero en el corral, maúlla un gato hacia el rincón tibio…
José y María nada dicen, juntos como el viento y las ramas, silenciosos ven subir la luna cielo arriba, juguetonas tres nubes que tratan de opacarla, destacadas las siluetas de cerros o de árboles o de pastos, la silueta de la vida…
La Escuela Rural
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Desde afuera, al paso del caballo de trote lento, se escucha la tonadina que empieza la maestra rural y terminan sus alumnos, recién peinados y vestidos con algunos remiendos pasados por la plancha de hierro con asidero de trapo, y que las mamás prepararon desde la noche anterior a la luz de un cabo de vela, o de una bombilla si la electricidad había entrado en casa.
—A, e, i, o, u… —repiten las gargantas infantiles, aprueba la de la maestra, a veces frente a los niños, a veces frente al tablero oscuro o de verde descuidado. Luego un silencio decidor mientras los alumnos tachan y destachan sus cuadernos de papel rayado, casi romas las puntas en el lápiz amarillo con borrador rosado en la punta contraria.
Silencios pequeños del trabajo infantil, pequeñas toses, pequeñas preguntas hasta que la campana sonadora da libertad de salir, en orden o a los empujones.
—Señorita, señorita —acosa uno de los niños.
—¿Qué desea, Juancho? —responde ella.
—Es que, es que, es… ¿Sabe, señorita? Ayer cogimos chócolos y mi mamá le va a hacer una arepa grande para el sábado.
—Todos hemos cogido chócolos estos días —aprueban otros.
—Gracias, Juancho, vas a decirle a tu mamá que se lo agradezco mucho.
Y la bulla del recreo en el patio exterior o en una punta de la manga aledaña, carreras, brincos, jadeos, gritos de la niñada, alta la pelota y el grito, avanzan, contraatacan, avanzan…
—¡Esto huele a gol! —amenaza uno.
—¡Huele pero no sabe! —responde otro a toda velocidad y siguen pujando y hablando en carreras de gritos altos. Mientras tanto debajo de un árbol que da sombras salpicadas de sol, otro grupo empieza un desafío con adivinanzas de viejo sabor: De la tierra voy al cielo / y del cielo he de volver: / Soy el alma de los campos / que los hace florecer.
Hasta que suena la campana de volver al salón.
—¡Tres a uno! —remata el más cara?alegre cuando recogen la pelota y marchan a la orden superior.
—Quietos, muchachos, vamos a ver ahora la clase de geografía…
Y por el llano si es llano, por las lomas cordilleranas, por las serranías y los páramos, la maestra rural y sus alumnos —olorosos a musgo y capote, a yerba y barro— entonan la eterna canción de las vocales y la variedad de nuestras montañas y nuestros ríos generosos.
Olor a tierra
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
El sacerdote se acercó.
—Es agradable saber que el barro se mete en el horno, como el pan.
Tomó un pedazo de greda y amasándola pensó en los oficios que le gustaría desempeñar —carpintería, alfarería, albañilería—, para regresar a su infancia: era un recurso desde que decidiera matricularse en el Seminario.
Olor de tierra, eso recordaba. De tierra seca en los veranos, de tierra mojada en los meses de lluvia. Y entre el olor de la tierra la voz labriega de su padre.
—“Sufrirán estos retoños de maíz”. —“Pasarán las lluvias”. —“El buen tiempo calentará las matas”. Lo veía frotarse las manos para acompañar la voz dirigida al firmamento. —“Miren aquella cerrazón de nubes: lluvia caerá en cosa de horas”.
Luego congregaba a sus hijos para decirles: —“Es provechoso recibir las primeras gotas”. Y salían al chaparrón que les mojaba la cara y las camisas. En sus acciones había algo de ritual. La madre comentaba para sí o para la hija mayor: —“Los hombres…”, e iba a sacar las únicas mudas de la cómoda olorosa a membrillo. De regreso en el corredor su padre remachaba con parábolas de ingenua filosofía:
—“¿Ven aquellas ramazones? ¿Observan que son más hermosas las que se explayan? En esas ramas tendidas cantan los pájaros. Porque los pájaros no cantan en las almas ambiciosas”. Les agradaba trabajar durante el día y regresar vegetalizados, con sudor y lianas selváticas. Hablaban poco pero entendían cada silencio, echada hacia adentro la mirada, o hacia la voz del padre cuando decía, con la plenitud de los compenetrados: ayudaste a sembrar este café que tomamos, Ernesto; vos Pablo, sembraste los colinos de plátano en la cañada, ¿no te saben mejor? Rodrigo, trajiste de La Azuleja los pepinos y los naranjos retoñones; esa tarde llovía pero llegaste alegre sobre el caballo empapado… Desde ese día te hiciste grande…”
Era hombre simple su padre, y eran simples aquellas verdades.
—“Es sabroso saber que a uno lo hicieron de tierra”. Porque la quería con fuerza de río desbordado capaz de volverse manso en los esteros. Nunca vi a nadie como él, tan hombre y tan de la tierra. Su mujer, sus hijos, su maizal, sus matas de café y cabuya, el perro, el macho hacían de su mundo un mundo bueno. Cuando las frases eran inútiles alguien tomaba la guitarra, a veces cantaba una canción. O no la cantaba. O decía cuentos de brujas y animales montaraces. La tarde se metía en el silencio impregnado de resinas, convertido en música sin pretensiones como aquella vida al acecho de los primeros retoños.
Confidencias Campesinas
Texto de: Tomas Rueda Vargas
…Nosotros tenemos la raíz del campesino, pero no hemos sabido darle un cultivo apropiado, de continuo la estropeamos, y precisamente ahora que es cuando hemos dado todos en hablar más de ellos y en ocuparnos de ellos con insistencia, sincera sin duda, pero descaminados en muchos puntos, ahora es cuando me inspira más serios temores la suerte de quienes llevamos muy mezclada con la sangre la noble afición a las cosas del agro.
“La Sabana (y al decir la Sabana pensamos en relación al campo colombiano en general), es mal negocio” —decíamos anoche. “Quien la trabaja se arruina”. No hay que olvidar lo que decía el otro: “La Sabana sólo sirve para empobrecernos, embrutecernos y ennegrecernos”.
—¿Será verdad? He vivido rechazando este apotegma criollo, que como toda ironía contiene una fuerte dosis de amargura, mas es lo cierto que los hechos se encargan de confirmarlo.
Continuamente topamos por estas calles de Dios con mozos hasta ayer campesinos y surgidos de vieja cepa campesina, que andan a caza de destinos públicos. No se les puede culpar. Ninguno de ellos ha soltado sin honda pena la propia yunta con que trabajaba el campo de sus mayores. Beatus ille ...
Hará cosa de dos o tres años, al pasar en la mañana por frente a la iglesia de Chapinero, vi gente conocida que salía con un entierro. Daniel Gaitán, leí en la cinta del carro. ¡Ah!, era don Daniel, de los Gaitán de Bosa, el hijo de don Norberto, hermano de don Elías. Nos sorprendimos los acompañantes al vernos reunidos. ¡Hacía tanto que nos habíamos dispersado! Y a poco andar pudimos verificar con amargura que cuál más, cuál menos, habíamos abandonado la tierra —la tierra que nos había sido infiel—, andábamos por caminos para nosotros extraños e ingratos, y sólo teníamos la posibilidad de volver a ella, íntegramente a ella, cuando como el buen don Daniel hiciéramos por pies ajenos la última salida.
La mañana estaba clara y despejada como tantas otras que habíamos sentido de ida al ordeño o de vuelta del barbecho; el cementerio incipiente tocaba sus lindes con los potreros, no habían intervenido allí todavía el ladrillo y el cemento. Este comienzo de necrópolis de barrio, era aún un camposanto aldeano, en cuyas callejas enyerbadas, sepultureros improvisados amarraban sus ovejas a los palos de las cruces. Regresamos haciendo reminiscencias alegres en apariencia, amargas en el fondo, y envidiando la suerte del hijo de don Norberto que, por excepción entre nosotros, pudo cerrar surco en esta dura melga de la vida con el mismo viejo arado de sus mayores.
El Hombre Rural
Texto de: Armando Solano
El hombre rural, el labriego, forma la clase más densa, la más sana, la más fuerte, la más abnegada, la más útil de la sociedad. Pero al mismo tiempo la más pobre, la más ignorante, la más desvalida, la más olvidada por ella. Y el contraste, sobre injusto, me sería demasiado ingenuo solicitar reformas legales o de las costumbres, en favor del campesino, invocando sólo sentimientos humanitarios. Individuos y pueblos se mueven únicamente al impulso de claras conveniencias económicas. Aunque nos repugne, forzoso es comprenderlo así, obrar en consecuencia, y por lo tanto demostrarle a la opinión directora que hace pésimo negocio cuando descuida al campesino y lo entrega a su propia suerte, sin recordar que él podría producir infinitamente más de lo que produce ahora, si no desconociera, como desconoce, los rudimentos de la técnica agrícola; si estuviera mejor y más racionalmente alimentado; si viviera en casas para hombres y no en cuevas para bestias; si su salario le permitiese desarrollar una familia y darse algunas expansiones; si la mortalidad campesina, en fin, fuera menos grande, menos aterradora de lo que hoy es.
Grandes Migraciones
Texto de: Armando Solano
Las guerras, la politiquería, el hambre, la existencia más allá de terrenos baldíos, la ambición, los crecimientos familiares, la esterilidad del terruño, el instinto de mejoramiento, la codicia del oro, el afán de aventuras, el afán de libertad e independencia, la búsqueda de una mejor calidad para la vida… Estas y otras fueron las causas de la migración hacia las selvas distantes con todos los riesgos: incertidumbre ante las metas, serpientes, osos, tigres, zancudos, ríos anchos, inundaciones, torrenteras, abismos, inviernos y sequías, derrumbes, terremotos… Siempre han sido importantes las colonizaciones, especialmente las pacíficas, así también el dolor vaya consigo, tal el caso de las migraciones antioqueñas que fueron dando en poco tiempo nacimiento a cateaderos de oro, hallazgo de minas, fundación de latifundios, posadas camineras, aldeas, pueblos y ciudades con originalidad en industria y comercio. Una aplicación gráfica se ve en Horizontes, cuadro de Francisco A. Cano, y en una precisa enumeración de Otto Morales Benítez: la página de éste y el cuadro de aquél nos aproximan a la colonización antioqueña, uno de los fenómenos que transformaron el campo colombiano.
Las Colonizaciones
Texto de: Otto Morales Benitez
…Enumeremos sus aspectos trascendentales:
Primero: La colonización fue un gran movimiento de masas, que tenían problemas de empleo y que vieron empobrecer las tierras antioqueñas y desaparecer la minería. Su sentido es comunitario.
Segundo: Libra la gran batalla contra los títulos reales. Impone una nueva concepción de la tierra, ésta vale por el trabajo que en ella se ponga y éste es el verdadero título para reclamar su propiedad.
Tercero: En la historia colombiana podemos resaltar tres instantes en los cuales el movimiento popular es arrollador y creador de concepciones sociales, políticas y económicas: el de los Comuneros, en 1781; el de la Independencia en 1810 y el de la colonización, en 1840.
Cuarto: La lucha por la tierra, en la época de la colonización, es de los episodios más dramáticos. Unos campesinos, casi todos con muy elementales rudimentos del alfabeto, se oponen a varios poderes: a) Al de los títulos, que se consideraban tabúes inexpugnables; b) Al de los jefes políticos, doblados de propietarios, con ataduras desde la Presidencia de la República hasta el último caserío; c) Al económico, que trataba de pervertir, mediante la compra de su complacencia y su sentencia, a alcaldes, inspectores, jueces de renta, alcabaleros, jueces de la república, sacerdotes. Se buscaba el dominio de todos los poderes públicos que pudieran dar amparo a los colonizadores.
Quinto: No hubo sistema de intimidación que no se empleara: el recurso legal y la quema de la cosecha; la arremetida oficial y el asesinato.
Sexto: La colonización, en parte, fue un constante avanzar de gentes paupérrimas de una parcela a otra. Pero no porque así lo determinaran los campesinos. Era que los despojaban, los echaban con la fuerza pública. La odisea de don Fermín López hasta llegar a Santa Rosa de Cabal, es un ejemplo de persecución. Mientras no abandonó terrenos de Antioquia —y básicamente de la concesión Aranzazu— no tuvo descanso.
Séptimo: Los colonos crearon una nueva civilización, que es la de la guadua. Ésta se conoció menos en Antioquia. Y ello generó un tipo especial de arquitectura.
Octavo: Después de la Independencia, las primeras fundaciones que se hicieron fueron las que propició la colonización. Ellas van sembrando de pueblos el destino del Gran Caldas. El peso de lo colonial, sobre nuestra comarca, no ejerce presión para contener las recientes manifestaciones de expresión. Somos un pueblo joven, con avidez.
Noveno: La colonización se realizó en tres etapas: una de 1775 a 1810; la segunda de 1820 a 1860 y la tercera, a partir de 1870. Tienen características propias y luchas diversas.
Horizontes
Texto de: Francisco Cardona Santa
Óleo, Fidel A. Cano, 1914.
Cano, el excelso, sorprendió su dualidad física y moral en un momento prócer; allí está sentado, a la vera del camino; su mano aprieta cariñosamente el hacha compañera; su mirada de águila se clava en la línea que recorta el horizonte ilímite. Hay decisión incontrastable en su perfil audaz y en su mandíbula angulosa y firme. Sabe que cuenta con la abnegada y plácida mujer que está a su lado con el renuevo vigoroso entre los brazos. Hay en su semblante un hálito de seguridad, una sed ambiciosa de dominio, y su adusta serenidad retrata la confianza que los inspira ante la lucha ardua que presiente. Arde en su pupila el punto dorado que iluminara a sus antepasados en empresas semejantes. Una gran emoción conmueve su alma. El misterio lejano lo atrae, y, subyugado por él, le vende su vida a la aventura.
Estampa de la Colonización
Texto de: Aquilino Villegas
Los primeros grupos de colonos llegaban por el lomo de los contrafuertes para poder orientarse y dominar el paisaje, y eso explica por qué los caminos primitivos siguen los accidentes del terreno por alturas vertiginosas dando rodeos inútiles o inverosímiles.
Llegados al sitio propuesto, el primer día hacían la rústica cabaña que los protegía de las inclemencias del cielo; el primer mes rompían el bosque para que la luz del sol llegara hasta la tierra, y el fin del primer trimestre se encontraba construida la casa pajiza, pulcra y reluciente, en medio de la ruina del bosque secular que daba vida al verdinegro maizal, a la hortaliza pululante sobre una tierra negra, esponjosa y robusta. Y entonces el emigrante volvía al viejo sol antioqueño a arrancar y trasladar sus penates, su hogar y sus haberes todos a la nueva fundación, rico de serena energía, con una fe inquebrantable en la fuerza de su querer y de su brazo. Y era de ver aquellas mujeres, jóvenes y bellas las más, a veces educadas en casas particulares y opulentas, en un medio delicado de cultura señorial, seguir a su marido al corazón de la breña salvaje, sentadas sobre un tardo jamelgo, con un pequeñuelo en los brazos, tranquilas, felices, y era de verlas en pocas semanas transformar el rancho rudimentario en el hogar permanente, fuente sagrada, fecunda y honesta de toda energía, célula original de la grandeza de todos los pueblos. Debajo de la comba del roble caído se organizaba el doméstico taller, se mecía la cuna del infante, y se elevaba la límpida canción en la transparencia del aire sereno. Crecían en torno todas las humildes plantas familiares, hermanas del hogar y de la familia, que quitan el hambre y dan salud y perfuman el viento. ¡Cómo te llevo en mis entrañas, perfume ingenuo de la malva, de la mejorana, olor del geranio y de la yerbabuena!
Sobre la Guadua
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Era ese también el dominio de la guadua: nuestro bambú gigante fue otro protagonista en la colonización, según el relato auténtico de unos abanderados:
—“Éramos cuatro compañeros, arrojados de Antioquia por la guerra y el hambre. En Santa Rosa dejamos las mujercitas y las pocas reses que pudimos salvar del gobierno, y de los que en su nombre nos robaban. Aquí llegamos una tarde con el encapillado, las herramientas y algo de bastimento. Al otro día derribamos un buen tajo de guadual cerca de una quebraíta y por la tarde hicimos un rancho de vara en tierra, con estantillos de guadua, y lo empajamos con hojas de vihao. Al otro día cortamos los estantillos, las soleras, las vigas y los encolados, todo de guadua, y picamos ésta para los enchinados. Al siguiente cortamos los trozos de guadua para la teja y los pusimos al sol, después de rajarlos. Al día siguiente nos pusimos tres a armar la casa y el otro a destaponar coco. Esa tarde quedó armada la casa, y muy de mañana nos pusimos dos a tejer y dos a enchinar, y por la tarde hicimos las puertas y el piso de guadua picada. Al otro día hicimos los canastos para coger maíz, que habíamos sembrado de tapado, lo mismo la yerba de pará…”
#AmorPorColombia
Dos
La Playa, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Córdoba, Quindío. José Fernando Machado.
Cuítiva, Boyacá. José Fernando Machado.
Valledupar, Cesar. José Fernando Machado.
Codazzi, Cesar. José Fernando Machado.
Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
Cácota, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Yotoco, Valle del Cauca. José Fernando Machado.
Suárez, Tolima. José Fernando Machado.
Gachancipá, Cundinamarca. José Fernando Machado.
Guane, Santander. José Fernando Machado.
Tejedora de mochilas. San Jacinto, Bolívar. José Fernando Machado.
Vendedora de flores. Buesaco, Nariño. José Fernando Machado.
Uribia, La Guajira. Diego Samper.
Nuquí, Chocó. Jorge Eduardo Arango.
San Pedro, Antioquia. León Duque.
Silvia, Cauca. José Fernando Machado.
San Antero, Córdoba. José Fernando Machado.
San Onofre, Sucre. José Fernando Machado.
Yendo a misa. Dibulla, La Guajira. José Fernando Machado.
Niñas guambianas. Guambía, Cauca. José Fernando Machado.
Lavanderas. Dibulla, La Guajira. José Fernando Machado.
Granizada. Ráquira, Boyacá. Betty Elder.
Monguí, Boyacá. Betty Elder.
Pamplonita, Norte de Santander. José Fernando Machado.
Tasco, Boyacá. Santiago Harker.
Villapinzón, Cundinamarca. Fabio Serrano.
Ráquira, Boyacá. Vicky Ospina.
Sombrerera. Sandoná, Nariño. José Fernando Machado.
Río Piedras, Tolima. José Fernando Machado.
Arrieros. Santa Isabel, Tolima. José Fernando Machado.
Partido de fútbol. Chita, Boyacá. Santiago Harker.
Niña guambiana. Silvia, Cauca José Fernando Machado.
Atardecer en la Playa Grande. Río Iscuandé, Nariño. Ellen Tolmie.
Tucurinca, Magdalena. Efraín García.
Razas de diversa índole y distinta procedencia bajo el cielo colombiano, blancos, negros e indios, mestizos, mulatos, zambos y cuarterones, el país es rico en tipos humanos para cada punta de su geografía, desde las costas ardientes y los llanos tendidos al sol, hasta las regiones templadas y nuestras laderas cordilleranas y nuestros páramos vecinos del cielo. Gentes humildes y orgullosas que todavía creen en el amparo de su tierra, el trabajo en ellos, la calidez humana en ellos, en ellos la esperanza.
Nuevamente el departamento de Nariño donde el verde se hace a cuadros sobre parcelas amadas, donde el habla se adelgaza y se alarga y suaviza para decir buenos dichos clásicos, donde quisimos una vez, y nos quisieron… Aquí también la mujer llena de flores a su espalda, flores en las manos contra el seno. Y el aire frío que recorre los sembrados, que recorre la calidez de otros seres vecinos del corazón.
Guajira pintada contra los rayos del sol, mulata de la costa atlántica, hermosa niña de cualquier sitio colombiano, indiecita de Silvia. Cuerpos humanos de coquetería incipiente, de asombro oculto, de sonrisa abierta, de callada simpatía. Mujeres nuestras amables en su catadura, abiertas al son de la música y al son de la vida que siempre han de ganar.
A pie, a caballo, sobre ruedas, con alas metálicas, el hombre ha sabido desplazarse en medio de caminos difíciles, de precipicios aterradores, de llanuras fértiles y desiertos soledosos donde se angustia el cacto. La familia humana ha logrado sobrevivir porque aprendió a desplazarse y a defenderse contra la crueldad del tiempo y de la geografía. Nada de lo vegetal o mineral o humano es ajeno a su epopeya de cada hora.
Desde siglos y siglos antes de que Juan Ramón cantara su pequeño animal caminador, ya los burritos de tierra caliente y tierra fría eran amigos entrañables del hombre y sus faenas. Ellos siguen transportando a sus dueños, ellos siguen llevando la leña y el agua a cada vivienda donde el agua escasea, ellos siguen andando pacientes bajo el sol de zona tórrida o contra los vientos paramunos, si pisan regiones frías sus cascos y sus trotes.
Niños con sus ruanas cobijadoras y sus pantalones abajo de la rodilla, la botella de aguapanela para reforzar la energía en fuga; y la niña indígena, su vestido típico y pobre, su lazo de cabuya trenzada al cuello de la oveja mansa, con ubre de leche suficiente para su cachorro, también camina las calles del pueblo, el suburbio cruel si llega a la ciudad, los senderos veredales, el pasto golpeado por la ventisca que voltea los árboles hacia un solo lado del horizonte, y después todo se aquieta, niña y animal, niños y animales, frente al paisaje de sobrecogedora grandeza. Niños campesinos que trabajan incansablemente en cualquier labor, inclinados sobre la madre tierra, oscuro el porvenir, urgente su liberación, no para desterrarlos sino para que su patria chica no sea enemiga de sus pequeñas ambiciones, de la felicidad precaria a que en muchas ocasiones están condenados.
En los campos de Ráquira, donde existe una cerámica memorable, el clima hace posible el pastoreo de las ovejas y la utilización artesanal de sus lanas poco después del tiempo de la esquila. Ponchos, cobijas, mantas, alfombras, edredones, la industria casera del tejido que utiliza el hombre contra el frío, reemplazo de la piel animal en las bajas temperaturas. Si permanecer desnudo pudo ser algo natural, en las regiones paramunas la desnudez sería la insensatez de los sentidos. El niño, persona imprescindible, en el campo colombiano se hace todavía más necesario, la premura de la vida, el acoso de las sierras estériles, la enemistad del clima vecino del hielo, una vegetación escasa y el deterioro de las parcelas cultivables hacen duro y dulce el vivir al viento de las serranías, al quemar del sol, viejo padre de sus antepasados.
En Silvia, pueblo típico del departamento del Cauca, se hacen algunos de los tejidos más finos que se puedan tocar y mirar, y algunos de los rostros más auténticos del país. Cerca está Popayán, ciudad blanca y hermosa a pesar de los terremotos, y donde la gente va a contemplar el crepúsculo cerca del Puracé como si fuera el estreno de otra película fenomenal, o como si el amor se renovara cada día para el consumo colectivo.
Y muy distante, hacia el Norte de Santander, aunque allí escasea la sangre india pura de nacimiento, parece repetirse la belleza y el misterio de esa raza autóctona, distante su mirada, hierático su rostro como el de un ídolo joven, el sombrerito de tejido verde, la ruana de lana cruda sacada en la esquila al rebaño menos distante, las manos seguras en la traba de sus dedos, la mirada fija, ligeramente vaga como para mirarse frente a su propio espejo.
Más piedras tal vez que agua en su cauce, el Tolima también tiene otro río Piedras, a donde arrima la bestia para beber, el joven para bañarse y pescar, el paisaje para mirarse en sus esteros. Hombre solo, hombre y caballo han sido una constante en el campesino de Colombia, así vencieron su geografía arisca y domaron los tropiezos de toda índole. Y en el pueblo de calles inclinadas y por donde en las noches sin luz pasa invisible el espanto de la Mula de Tres Patas, se ven los arrieros de trecho corto con su carga de productos vecinales. Ellos traen al compadre puebleño las noticias humildes de un muerto reciente, de un nacimiento precoz, de una buena cosecha. Después en la cantina beberá sus cervezas o brindará con timidez con el aguardiente por la vida que se espera, por la siembra que vendrá, por el amor en veremos, mientras la victrola de cuerda o el tocadiscos eléctrico va cantando su pena larga y sola.
La Cocina
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Tradicionalmente la cocina fue lugar preferido para las tertulias en la familia de nuestros campos. En climas fríos, con el calor de la leña al arder dentro del fogón, y a la tibieza que irradian sus llamas en todo el ámbito, y por el olor a comida que se expande como un aperitivo. En los climas cálidos, por la confianza que dan los utensilios domésticos, y porque se aprovecha el ambiente a fin de contar los últimos sucesos de las cercanías, o de lejanías que interesan a cada región, en noticias de canto en canto, de boca en boca.
La cocina propicia el ambiente para relatos de otros mundos, donde fantasmas heredados a nivel nacional se mezclan con aparecidos del vecindario, y donde el terror que produce el recuerdo de un crimen o la imaginación desbordada en un mas allá abren caminos inusitados a quien narra y a quienes escuchan. “Esto era, pues…” en el comienzo de los relatos, y “Cuento acabado”, final entre contadores de cordilleras, valles y costas.
En la cocina se comentan sucesos del arado, la brega con el ganado o las siembras, la cacería reciente de una guagua, un conejo, un venado, u otra aventura frente a la serpiente venenosa. Allí se habla de siembras y cosechas, de nacimientos o muertes cercanas, de un acto violento o sobre la esperanza de una paz indispensable. Y el olor del café o de aguapanela, y el de la comida, se mezclan en el aire familiar con palabras decidoras en respiraciones y silencios.
Pásame el plato hondo.
Estas yucas parecen de algodón sabroso.
El azafrán, los otros aliños ...
Y después de la cena temprana, el descanso en camastros, hamacas o esteras de enea, los niños tirados al sueño, la madre en la poceta para el lavado de los trastos; el hombre dará una vuelta al patio donde sentirá el aire refocilado por una brisa olorosa a ramas y semillas.
—Vea, ¡venga, pues! —llama el hombre cuando el sol se ha escondido tras los cerros si es cordillera, o en la llanura, o más allá del mar—. Mire —y cuando ella arrima le señala la luna llena. Pocas nubes tratan de velarla, amarilla y redonda, extraña y familiar, mítica y casera, y ladran los perros y cantan los lunáticos y versifican los poetas y quieren los enamorados y temen los ladrones.
—¿Que le parece? —señala él, y ella calla, quieta ya contra la talanquera que observa el paisaje, y no necesitan hablar porque la noche dice lo que no cabe en palabras. Ladra de nuevo el perro, se escucha el llamado de un niño, brama el ternero en el corral, maúlla un gato hacia el rincón tibio…
José y María nada dicen, juntos como el viento y las ramas, silenciosos ven subir la luna cielo arriba, juguetonas tres nubes que tratan de opacarla, destacadas las siluetas de cerros o de árboles o de pastos, la silueta de la vida…
La Escuela Rural
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Desde afuera, al paso del caballo de trote lento, se escucha la tonadina que empieza la maestra rural y terminan sus alumnos, recién peinados y vestidos con algunos remiendos pasados por la plancha de hierro con asidero de trapo, y que las mamás prepararon desde la noche anterior a la luz de un cabo de vela, o de una bombilla si la electricidad había entrado en casa.
—A, e, i, o, u… —repiten las gargantas infantiles, aprueba la de la maestra, a veces frente a los niños, a veces frente al tablero oscuro o de verde descuidado. Luego un silencio decidor mientras los alumnos tachan y destachan sus cuadernos de papel rayado, casi romas las puntas en el lápiz amarillo con borrador rosado en la punta contraria.
Silencios pequeños del trabajo infantil, pequeñas toses, pequeñas preguntas hasta que la campana sonadora da libertad de salir, en orden o a los empujones.
—Señorita, señorita —acosa uno de los niños.
—¿Qué desea, Juancho? —responde ella.
—Es que, es que, es… ¿Sabe, señorita? Ayer cogimos chócolos y mi mamá le va a hacer una arepa grande para el sábado.
—Todos hemos cogido chócolos estos días —aprueban otros.
—Gracias, Juancho, vas a decirle a tu mamá que se lo agradezco mucho.
Y la bulla del recreo en el patio exterior o en una punta de la manga aledaña, carreras, brincos, jadeos, gritos de la niñada, alta la pelota y el grito, avanzan, contraatacan, avanzan…
—¡Esto huele a gol! —amenaza uno.
—¡Huele pero no sabe! —responde otro a toda velocidad y siguen pujando y hablando en carreras de gritos altos. Mientras tanto debajo de un árbol que da sombras salpicadas de sol, otro grupo empieza un desafío con adivinanzas de viejo sabor: De la tierra voy al cielo / y del cielo he de volver: / Soy el alma de los campos / que los hace florecer.
Hasta que suena la campana de volver al salón.
—¡Tres a uno! —remata el más cara?alegre cuando recogen la pelota y marchan a la orden superior.
—Quietos, muchachos, vamos a ver ahora la clase de geografía…
Y por el llano si es llano, por las lomas cordilleranas, por las serranías y los páramos, la maestra rural y sus alumnos —olorosos a musgo y capote, a yerba y barro— entonan la eterna canción de las vocales y la variedad de nuestras montañas y nuestros ríos generosos.
Olor a tierra
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
El sacerdote se acercó.
—Es agradable saber que el barro se mete en el horno, como el pan.
Tomó un pedazo de greda y amasándola pensó en los oficios que le gustaría desempeñar —carpintería, alfarería, albañilería—, para regresar a su infancia: era un recurso desde que decidiera matricularse en el Seminario.
Olor de tierra, eso recordaba. De tierra seca en los veranos, de tierra mojada en los meses de lluvia. Y entre el olor de la tierra la voz labriega de su padre.
—“Sufrirán estos retoños de maíz”. —“Pasarán las lluvias”. —“El buen tiempo calentará las matas”. Lo veía frotarse las manos para acompañar la voz dirigida al firmamento. —“Miren aquella cerrazón de nubes: lluvia caerá en cosa de horas”.
Luego congregaba a sus hijos para decirles: —“Es provechoso recibir las primeras gotas”. Y salían al chaparrón que les mojaba la cara y las camisas. En sus acciones había algo de ritual. La madre comentaba para sí o para la hija mayor: —“Los hombres…”, e iba a sacar las únicas mudas de la cómoda olorosa a membrillo. De regreso en el corredor su padre remachaba con parábolas de ingenua filosofía:
—“¿Ven aquellas ramazones? ¿Observan que son más hermosas las que se explayan? En esas ramas tendidas cantan los pájaros. Porque los pájaros no cantan en las almas ambiciosas”. Les agradaba trabajar durante el día y regresar vegetalizados, con sudor y lianas selváticas. Hablaban poco pero entendían cada silencio, echada hacia adentro la mirada, o hacia la voz del padre cuando decía, con la plenitud de los compenetrados: ayudaste a sembrar este café que tomamos, Ernesto; vos Pablo, sembraste los colinos de plátano en la cañada, ¿no te saben mejor? Rodrigo, trajiste de La Azuleja los pepinos y los naranjos retoñones; esa tarde llovía pero llegaste alegre sobre el caballo empapado… Desde ese día te hiciste grande…”
Era hombre simple su padre, y eran simples aquellas verdades.
—“Es sabroso saber que a uno lo hicieron de tierra”. Porque la quería con fuerza de río desbordado capaz de volverse manso en los esteros. Nunca vi a nadie como él, tan hombre y tan de la tierra. Su mujer, sus hijos, su maizal, sus matas de café y cabuya, el perro, el macho hacían de su mundo un mundo bueno. Cuando las frases eran inútiles alguien tomaba la guitarra, a veces cantaba una canción. O no la cantaba. O decía cuentos de brujas y animales montaraces. La tarde se metía en el silencio impregnado de resinas, convertido en música sin pretensiones como aquella vida al acecho de los primeros retoños.
Confidencias Campesinas
Texto de: Tomas Rueda Vargas
…Nosotros tenemos la raíz del campesino, pero no hemos sabido darle un cultivo apropiado, de continuo la estropeamos, y precisamente ahora que es cuando hemos dado todos en hablar más de ellos y en ocuparnos de ellos con insistencia, sincera sin duda, pero descaminados en muchos puntos, ahora es cuando me inspira más serios temores la suerte de quienes llevamos muy mezclada con la sangre la noble afición a las cosas del agro.
“La Sabana (y al decir la Sabana pensamos en relación al campo colombiano en general), es mal negocio” —decíamos anoche. “Quien la trabaja se arruina”. No hay que olvidar lo que decía el otro: “La Sabana sólo sirve para empobrecernos, embrutecernos y ennegrecernos”.
—¿Será verdad? He vivido rechazando este apotegma criollo, que como toda ironía contiene una fuerte dosis de amargura, mas es lo cierto que los hechos se encargan de confirmarlo.
Continuamente topamos por estas calles de Dios con mozos hasta ayer campesinos y surgidos de vieja cepa campesina, que andan a caza de destinos públicos. No se les puede culpar. Ninguno de ellos ha soltado sin honda pena la propia yunta con que trabajaba el campo de sus mayores. Beatus ille ...
Hará cosa de dos o tres años, al pasar en la mañana por frente a la iglesia de Chapinero, vi gente conocida que salía con un entierro. Daniel Gaitán, leí en la cinta del carro. ¡Ah!, era don Daniel, de los Gaitán de Bosa, el hijo de don Norberto, hermano de don Elías. Nos sorprendimos los acompañantes al vernos reunidos. ¡Hacía tanto que nos habíamos dispersado! Y a poco andar pudimos verificar con amargura que cuál más, cuál menos, habíamos abandonado la tierra —la tierra que nos había sido infiel—, andábamos por caminos para nosotros extraños e ingratos, y sólo teníamos la posibilidad de volver a ella, íntegramente a ella, cuando como el buen don Daniel hiciéramos por pies ajenos la última salida.
La mañana estaba clara y despejada como tantas otras que habíamos sentido de ida al ordeño o de vuelta del barbecho; el cementerio incipiente tocaba sus lindes con los potreros, no habían intervenido allí todavía el ladrillo y el cemento. Este comienzo de necrópolis de barrio, era aún un camposanto aldeano, en cuyas callejas enyerbadas, sepultureros improvisados amarraban sus ovejas a los palos de las cruces. Regresamos haciendo reminiscencias alegres en apariencia, amargas en el fondo, y envidiando la suerte del hijo de don Norberto que, por excepción entre nosotros, pudo cerrar surco en esta dura melga de la vida con el mismo viejo arado de sus mayores.
El Hombre Rural
Texto de: Armando Solano
El hombre rural, el labriego, forma la clase más densa, la más sana, la más fuerte, la más abnegada, la más útil de la sociedad. Pero al mismo tiempo la más pobre, la más ignorante, la más desvalida, la más olvidada por ella. Y el contraste, sobre injusto, me sería demasiado ingenuo solicitar reformas legales o de las costumbres, en favor del campesino, invocando sólo sentimientos humanitarios. Individuos y pueblos se mueven únicamente al impulso de claras conveniencias económicas. Aunque nos repugne, forzoso es comprenderlo así, obrar en consecuencia, y por lo tanto demostrarle a la opinión directora que hace pésimo negocio cuando descuida al campesino y lo entrega a su propia suerte, sin recordar que él podría producir infinitamente más de lo que produce ahora, si no desconociera, como desconoce, los rudimentos de la técnica agrícola; si estuviera mejor y más racionalmente alimentado; si viviera en casas para hombres y no en cuevas para bestias; si su salario le permitiese desarrollar una familia y darse algunas expansiones; si la mortalidad campesina, en fin, fuera menos grande, menos aterradora de lo que hoy es.
Grandes Migraciones
Texto de: Armando Solano
Las guerras, la politiquería, el hambre, la existencia más allá de terrenos baldíos, la ambición, los crecimientos familiares, la esterilidad del terruño, el instinto de mejoramiento, la codicia del oro, el afán de aventuras, el afán de libertad e independencia, la búsqueda de una mejor calidad para la vida… Estas y otras fueron las causas de la migración hacia las selvas distantes con todos los riesgos: incertidumbre ante las metas, serpientes, osos, tigres, zancudos, ríos anchos, inundaciones, torrenteras, abismos, inviernos y sequías, derrumbes, terremotos… Siempre han sido importantes las colonizaciones, especialmente las pacíficas, así también el dolor vaya consigo, tal el caso de las migraciones antioqueñas que fueron dando en poco tiempo nacimiento a cateaderos de oro, hallazgo de minas, fundación de latifundios, posadas camineras, aldeas, pueblos y ciudades con originalidad en industria y comercio. Una aplicación gráfica se ve en Horizontes, cuadro de Francisco A. Cano, y en una precisa enumeración de Otto Morales Benítez: la página de éste y el cuadro de aquél nos aproximan a la colonización antioqueña, uno de los fenómenos que transformaron el campo colombiano.
Las Colonizaciones
Texto de: Otto Morales Benitez
…Enumeremos sus aspectos trascendentales:
Primero: La colonización fue un gran movimiento de masas, que tenían problemas de empleo y que vieron empobrecer las tierras antioqueñas y desaparecer la minería. Su sentido es comunitario.
Segundo: Libra la gran batalla contra los títulos reales. Impone una nueva concepción de la tierra, ésta vale por el trabajo que en ella se ponga y éste es el verdadero título para reclamar su propiedad.
Tercero: En la historia colombiana podemos resaltar tres instantes en los cuales el movimiento popular es arrollador y creador de concepciones sociales, políticas y económicas: el de los Comuneros, en 1781; el de la Independencia en 1810 y el de la colonización, en 1840.
Cuarto: La lucha por la tierra, en la época de la colonización, es de los episodios más dramáticos. Unos campesinos, casi todos con muy elementales rudimentos del alfabeto, se oponen a varios poderes: a) Al de los títulos, que se consideraban tabúes inexpugnables; b) Al de los jefes políticos, doblados de propietarios, con ataduras desde la Presidencia de la República hasta el último caserío; c) Al económico, que trataba de pervertir, mediante la compra de su complacencia y su sentencia, a alcaldes, inspectores, jueces de renta, alcabaleros, jueces de la república, sacerdotes. Se buscaba el dominio de todos los poderes públicos que pudieran dar amparo a los colonizadores.
Quinto: No hubo sistema de intimidación que no se empleara: el recurso legal y la quema de la cosecha; la arremetida oficial y el asesinato.
Sexto: La colonización, en parte, fue un constante avanzar de gentes paupérrimas de una parcela a otra. Pero no porque así lo determinaran los campesinos. Era que los despojaban, los echaban con la fuerza pública. La odisea de don Fermín López hasta llegar a Santa Rosa de Cabal, es un ejemplo de persecución. Mientras no abandonó terrenos de Antioquia —y básicamente de la concesión Aranzazu— no tuvo descanso.
Séptimo: Los colonos crearon una nueva civilización, que es la de la guadua. Ésta se conoció menos en Antioquia. Y ello generó un tipo especial de arquitectura.
Octavo: Después de la Independencia, las primeras fundaciones que se hicieron fueron las que propició la colonización. Ellas van sembrando de pueblos el destino del Gran Caldas. El peso de lo colonial, sobre nuestra comarca, no ejerce presión para contener las recientes manifestaciones de expresión. Somos un pueblo joven, con avidez.
Noveno: La colonización se realizó en tres etapas: una de 1775 a 1810; la segunda de 1820 a 1860 y la tercera, a partir de 1870. Tienen características propias y luchas diversas.
Horizontes
Texto de: Francisco Cardona Santa
Óleo, Fidel A. Cano, 1914.
Cano, el excelso, sorprendió su dualidad física y moral en un momento prócer; allí está sentado, a la vera del camino; su mano aprieta cariñosamente el hacha compañera; su mirada de águila se clava en la línea que recorta el horizonte ilímite. Hay decisión incontrastable en su perfil audaz y en su mandíbula angulosa y firme. Sabe que cuenta con la abnegada y plácida mujer que está a su lado con el renuevo vigoroso entre los brazos. Hay en su semblante un hálito de seguridad, una sed ambiciosa de dominio, y su adusta serenidad retrata la confianza que los inspira ante la lucha ardua que presiente. Arde en su pupila el punto dorado que iluminara a sus antepasados en empresas semejantes. Una gran emoción conmueve su alma. El misterio lejano lo atrae, y, subyugado por él, le vende su vida a la aventura.
Estampa de la Colonización
Texto de: Aquilino Villegas
Los primeros grupos de colonos llegaban por el lomo de los contrafuertes para poder orientarse y dominar el paisaje, y eso explica por qué los caminos primitivos siguen los accidentes del terreno por alturas vertiginosas dando rodeos inútiles o inverosímiles.
Llegados al sitio propuesto, el primer día hacían la rústica cabaña que los protegía de las inclemencias del cielo; el primer mes rompían el bosque para que la luz del sol llegara hasta la tierra, y el fin del primer trimestre se encontraba construida la casa pajiza, pulcra y reluciente, en medio de la ruina del bosque secular que daba vida al verdinegro maizal, a la hortaliza pululante sobre una tierra negra, esponjosa y robusta. Y entonces el emigrante volvía al viejo sol antioqueño a arrancar y trasladar sus penates, su hogar y sus haberes todos a la nueva fundación, rico de serena energía, con una fe inquebrantable en la fuerza de su querer y de su brazo. Y era de ver aquellas mujeres, jóvenes y bellas las más, a veces educadas en casas particulares y opulentas, en un medio delicado de cultura señorial, seguir a su marido al corazón de la breña salvaje, sentadas sobre un tardo jamelgo, con un pequeñuelo en los brazos, tranquilas, felices, y era de verlas en pocas semanas transformar el rancho rudimentario en el hogar permanente, fuente sagrada, fecunda y honesta de toda energía, célula original de la grandeza de todos los pueblos. Debajo de la comba del roble caído se organizaba el doméstico taller, se mecía la cuna del infante, y se elevaba la límpida canción en la transparencia del aire sereno. Crecían en torno todas las humildes plantas familiares, hermanas del hogar y de la familia, que quitan el hambre y dan salud y perfuman el viento. ¡Cómo te llevo en mis entrañas, perfume ingenuo de la malva, de la mejorana, olor del geranio y de la yerbabuena!
Sobre la Guadua
Texto de: Manuel Mejía Vallejo
Era ese también el dominio de la guadua: nuestro bambú gigante fue otro protagonista en la colonización, según el relato auténtico de unos abanderados:
—“Éramos cuatro compañeros, arrojados de Antioquia por la guerra y el hambre. En Santa Rosa dejamos las mujercitas y las pocas reses que pudimos salvar del gobierno, y de los que en su nombre nos robaban. Aquí llegamos una tarde con el encapillado, las herramientas y algo de bastimento. Al otro día derribamos un buen tajo de guadual cerca de una quebraíta y por la tarde hicimos un rancho de vara en tierra, con estantillos de guadua, y lo empajamos con hojas de vihao. Al otro día cortamos los estantillos, las soleras, las vigas y los encolados, todo de guadua, y picamos ésta para los enchinados. Al siguiente cortamos los trozos de guadua para la teja y los pusimos al sol, después de rajarlos. Al día siguiente nos pusimos tres a armar la casa y el otro a destaponar coco. Esa tarde quedó armada la casa, y muy de mañana nos pusimos dos a tejer y dos a enchinar, y por la tarde hicimos las puertas y el piso de guadua picada. Al otro día hicimos los canastos para coger maíz, que habíamos sembrado de tapado, lo mismo la yerba de pará…”