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Guatemala inédita /

Fe inspirada

Fe inspirada

Esquipulas, Chiquimula. Cristóbal von Rothkirch

Esquipulas, Chiquimula.   Cristóbal von Rothkirch.

Fray Bernardino Quiñónez, Esquipulas, Chiquimula. Cristóbal von Rothkirch

Fray Bernardino Quiñónez, Esquipulas, Chiquimula.   Cristóbal von Rothkirch.

Texto de: Harris Whitbeck

Los fieles esperan desde muy temprano y bajo el rocío de la mañana, para pasar por las puertas del templo. Todos se abrigan con ropa oscura y portan sombreros decorados con flores y gusanos de colores, que los identifican como peregrinos que vienen a cumplir una promesa o a dedicar un matrimonio o un hijo.

Dentro del templo, el ambiente es casi lúgubre. En el suelo, pequeños grupos de peregrinos de América Central se sientan alrededor de las velas encendidas. Las mujeres rezan y sus voces forman un murmullo que sube hasta el techo ennegrecido.

El Cristo Negro de Esquipulas, objeto de veneración, está al fondo del templo. En silencio, los miles de peregrinos pasan en fila, deteniéndose para hacer sus peticiones. Al terminar, muchos salen del templo caminando de espaldas, sin perder de vista el objeto de veneración.

En un pequeño monte, a pocos kilómetros del templo, lejos del bullicio de los vendedores de veladoras, de los sombreros decorados, de los puestos de comida; lejos de los sacerdotes que se apresuran a rociar con agua bendita a las multitudes (o a bendecir, según el dinero que pagó su dueño, las llantas, el timón o el chasis de un automóvil); lejos de los peregrinos que se detienen para comer un elote asado, beber un café caliente o tomarse la foto del recuerdo, una pequeña capilla blanca se yergue en medio de un bosque de coníferas silenciosas. A su lado, un sencillo rótulo sobre una puerta de madera indica la entrada al Convento Franciscano de Nuestra Señora de Belén.

Adentro, el único fraile que vive en el convento se sienta frente a un viejo teclado, en un modesto estudio lleno de libros, partituras y una colección de música sacra, y se pone a tocar. Evoca cantos religiosos de la Guatemala de hace trescientos, cuatrocientos años, preservándolos, porque la música, como tantas tradiciones, puede ser efímera si no se conserva.

Fray Bernardino Quiñónez tiene casi setenta años y ojos de niño pícaro que chispean tras unos anteojos negros. Lleva casi cuatro décadas viviendo y trabajando en Esquipulas, a la sombra de la imponente Basílica del Cristo Negro, razón de ser de este polvoriento pueblo localizado en el desértico oriente guatemalteco. Casi cuatro décadas de guiar a una comunidad, de lidiar con los gobiernos locales, de enfrentarse como el revolucionario de corazón que es al enorme aparato burocrático de la iglesia local.

El fraile cuenta que desde niño quería ser sacerdote, aun después de haberse enamorado de la niña más bonita de su pueblo, la costeña ciudad de Retalhuleu. En sus conversaciones suelta una que otra altisonante; dice que ese es el español cervantino que aún hoy se utiliza en el oriente del país.

Pero el lenguaje del fraile es otro; las misas que preside son sonoras, melódicas, cantadas, porque la música es un lenguaje universal. Y sus actitudes son tajantes: cuenta que una vez una pareja de campesinos vino a bautizar a su propio hijo con el nombre de Tomiyerri, en honor de los personajes de las caricaturas. Sin vuelta de hoja les dijo que no, y lo bautizó José.

Así de claro es el fraile en la defensa de su pequeño convento, donde vive, medita y predica en soledad. A la sombra del templo del Cristo Negro, que con su majestuosidad inspira la fe de miles de centroamericanos, el fraile intenta preservar con su música las creencias religiosas más sencillas.

Guatemala inédita
/
Fe inspirada

#AmorPorColombia

Guatemala inédita / Fe inspirada

Fe inspirada

Esquipulas, Chiquimula. Cristóbal von Rothkirch

Esquipulas, Chiquimula.   Cristóbal von Rothkirch.

 

Fray Bernardino Quiñónez, Esquipulas, Chiquimula. Cristóbal von Rothkirch

Fray Bernardino Quiñónez, Esquipulas, Chiquimula.   Cristóbal von Rothkirch.

 

Texto de: Harris Whitbeck

Los fieles esperan desde muy temprano y bajo el rocío de la mañana, para pasar por las puertas del templo. Todos se abrigan con ropa oscura y portan sombreros decorados con flores y gusanos de colores, que los identifican como peregrinos que vienen a cumplir una promesa o a dedicar un matrimonio o un hijo.

Dentro del templo, el ambiente es casi lúgubre. En el suelo, pequeños grupos de peregrinos de América Central se sientan alrededor de las velas encendidas. Las mujeres rezan y sus voces forman un murmullo que sube hasta el techo ennegrecido.

El Cristo Negro de Esquipulas, objeto de veneración, está al fondo del templo. En silencio, los miles de peregrinos pasan en fila, deteniéndose para hacer sus peticiones. Al terminar, muchos salen del templo caminando de espaldas, sin perder de vista el objeto de veneración.

En un pequeño monte, a pocos kilómetros del templo, lejos del bullicio de los vendedores de veladoras, de los sombreros decorados, de los puestos de comida; lejos de los sacerdotes que se apresuran a rociar con agua bendita a las multitudes (o a bendecir, según el dinero que pagó su dueño, las llantas, el timón o el chasis de un automóvil); lejos de los peregrinos que se detienen para comer un elote asado, beber un café caliente o tomarse la foto del recuerdo, una pequeña capilla blanca se yergue en medio de un bosque de coníferas silenciosas. A su lado, un sencillo rótulo sobre una puerta de madera indica la entrada al Convento Franciscano de Nuestra Señora de Belén.

Adentro, el único fraile que vive en el convento se sienta frente a un viejo teclado, en un modesto estudio lleno de libros, partituras y una colección de música sacra, y se pone a tocar. Evoca cantos religiosos de la Guatemala de hace trescientos, cuatrocientos años, preservándolos, porque la música, como tantas tradiciones, puede ser efímera si no se conserva.

Fray Bernardino Quiñónez tiene casi setenta años y ojos de niño pícaro que chispean tras unos anteojos negros. Lleva casi cuatro décadas viviendo y trabajando en Esquipulas, a la sombra de la imponente Basílica del Cristo Negro, razón de ser de este polvoriento pueblo localizado en el desértico oriente guatemalteco. Casi cuatro décadas de guiar a una comunidad, de lidiar con los gobiernos locales, de enfrentarse como el revolucionario de corazón que es al enorme aparato burocrático de la iglesia local.

El fraile cuenta que desde niño quería ser sacerdote, aun después de haberse enamorado de la niña más bonita de su pueblo, la costeña ciudad de Retalhuleu. En sus conversaciones suelta una que otra altisonante; dice que ese es el español cervantino que aún hoy se utiliza en el oriente del país.

Pero el lenguaje del fraile es otro; las misas que preside son sonoras, melódicas, cantadas, porque la música es un lenguaje universal. Y sus actitudes son tajantes: cuenta que una vez una pareja de campesinos vino a bautizar a su propio hijo con el nombre de Tomiyerri, en honor de los personajes de las caricaturas. Sin vuelta de hoja les dijo que no, y lo bautizó José.

Así de claro es el fraile en la defensa de su pequeño convento, donde vive, medita y predica en soledad. A la sombra del templo del Cristo Negro, que con su majestuosidad inspira la fe de miles de centroamericanos, el fraile intenta preservar con su música las creencias religiosas más sencillas.

Guatemala inédita / Fe inspirada

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