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Guatemala inédita /

Guatemala inédita

Guatemala inédita

Texto de: Harris Whitbeck

Recuerdo cómo de niño escuchaba las historias sobre mi abuelo norteamericano, quien viajó por México y Guatemala construyendo líneas de ferrocarril, encontrándose con legendarios bandidos en México, con indígenas nobles en Huehuetenango, y con su futura prometida y esposa y abuela mía, con quien se comprometió en el puente de los Esclavos cerca de Cuilapa, en el suroriente del país.

Recuerdo escuchar las historias de mi padre, ingeniero también, quien al viajar por el país construyendo carreteras vivió, al igual que el suyo, una Guatemala que no todos conocían. Recuerdo la historia de cómo una vez en Retalhuleu, la costa sur, los peones de su obra lo invitaron a almorzar con ellos, y le ofrecieron una enorme iguana asada que acababan de cazar a la orilla de la carretera recién asfaltada. Recuerdo la noche en que llegó mi padre apresurado de su proyecto de construcción en Chiquimula, para decirnos que al día siguiente saldríamos todos de viaje a Estados Unidos para visitar a mis tíos. Recuerdo cómo esa noche lo escuchaba hablar en tonos muy bajos con mi madre, contándole del vehículo que se accidentó cerca de su campamento y en cuyo interior encontró explosivos y un mapa indicando la dirección de mi casa.

Recuerdo escuchar a mi madre contar cómo, recién llegada a Guatemala de Estados Unidos, acompañaba a mi tía y a mi abuela en viajes en automóvil por el altiplano central en busca de textiles y artefactos indígenas. Recuerdo la historia de la vez que vio al lado del camino de tierra en Nebaj una enorme tinaja de barro que contenía maíz desgranado. Y cómo contaba que la dueña de la tinaja la miró extrañada cuando mi madre le preguntó si la vendía. Recuerdo el terror que contaba que sentía cuando tomaba un destartalado DC3 de la línea aérea nacional, para cruzar los Cuchumatanes y viajar a la capital desde Huehuetenango, donde vivió recién casada con mi padre, para comprar provisiones y visitar a su familia política.

La Guatemala que conocí de niño era un mítico país lleno de magia, de aventura, de misterio. Era un país donde los indígenas hablaban idiomas indescifrables, vestían diferente, y miraban el mundo de una manera distinta. Era un país donde la gente se comía lo que se encontraba a la orilla de la carretera, no tanto por necesidad sino porque era delicioso y estaba a la mano. Era un país donde el realismo mágico no era una corriente de literatura sino era la vida misma.

Para mi imaginación de un niño de cinco años de edad, Guatemala no terminaba detrás de la fila de volcanes que definían el límite de la ciudad y por ende el mundo que era el mío, sino que era un país que detrás de esa fila de volcanes comenzaba.
Era un país que quería conocer.

Pero antes de conocer de cerca esa Guatemala conocí gran parte del resto del mundo. Mi trabajo como corresponsal extranjero me ha llevado a los nevados de Afganistán, a las costas tropicales de Sri Lanka, a los desiertos de Medio Oriente. Me ha llevado a conocer de cerca a nuestros vecinos de México y el resto de América Latina. He conocido a políticos buenos y malos, hombres y mujeres sabios y otros no tan sabios. He vivido la vida como la viven los sujetos de mis entrevistas y los personajes de mis reportajes de televisión. Y gracias a ellos y a esas experiencias adquirí una óptica muy particular para observar lo que está a mi alrededor. Una óptica que reconoce los filtros inherentes que todos tenemos y que alteran de una manera u otra la realidad de lo que estamos viviendo. Una óptica que permite que el observado actúe y el escuchado hable sin manipulaciones. Una óptica que pretende ser lo más transparente posible.

Con esa visión adquirida decidí reintroducirme a mi país después de casi dos décadas de estar fuera.

Era un frío día de octubre cuando comencé ese viaje por Guatemala, por la tierra de mi pasado, por la tierra que cambió en mi ausencia y por la tierra que pregona trascendentales cambios a corto y mediano plazo.

Estaba yo en Santa Catarina Palopo, Sololá, disfrutando de una de esas mañanas cristalinas en que el azul del lago reflejaba los tres volcanes de Atitlán que alzaban con perfección sus siluetas al azul del cielo, cuando supe que era tiempo de recorrer de nuevo el país que habían conocido mis abuelos y mis padres, aplicando mi visión de guatemalteco y de extranjero a la vez. Tomé mi carro para dirigirme al norte del departamento de Quetzaltenango, buscando más que nada la sublime mezcla del dorado del trigo maduro con el azul de los cielos de fin de año.

Al manejar, pensé en la Guatemala que iba a encontrar. Un país recuperándose de un desgarrador conflicto interno que terminó separando a hermanos, familias, comunidades enteras. Un país que a la vez no ha perdido su esperanza en los acuerdos de paz firmados hace una década, que sentaron las bases sociales y políticas para la Guatemala de hoy. Un país desgarrado pero también bendecido por el fenómeno de la migración al Norte, que ha dejado comunidades partidas a la mitad pero más prósperas por las divisas que envían los hijos que se fueron. Un país que aprovecha esa bonanza económica, palpable en la construcción de nuevas viviendas de dos, tres pisos de concreto, con antena parabólica y un carro estacionado en su garaje en las aldeas más escondidas. Una Guatemala que aún preserva parte de la impresionante diversidad natural que alberga y que se sigue manifestando en la dignidad e imponencia de sus montañas y en la sensualidad y exuberancia de sus bosques y selvas. Un país donde el siglo XXI vive mano a mano con el siglo XVI, cuando los conquistadores españoles impusieron vestimentas a las comunidades indígenas para poder diferenciarlas, comunidades que hoy mantienen con feroz y digno arraigo esas formas de vestir, haciendo suyo lo impuesto desde fuera.

A lo largo de mi recorrido me encontré con lugares memorables por su belleza física. Me encontré con personajes memorables por su belleza espiritual. Me encontré con la magia hecha realidad al doblar una curva para entrar a un pueblo y verme envuelto en el humo, el incienso, las notas de marimba y el ritmo de cientos de personas vestidas en trajes multicolor celebrando el día de su santo patronal. La magia al escalar una torre de piedra en Izabal, torre llamada la del chamán porque quien la escala se encuentra rodeado, si así lo desea y si la percibe, de la energía milenaria de los abuelos más sabios que aún brindan su sabiduría a quienes aceptan escucharla. La magia del aprendizaje al tomarme un par de cervezas con un viejo campesino en lo alto de la montaña, o la magia de las enseñanzas transmitidas durante una mañana de café y champurradas con un maestro ciego que ha iluminado a miles de estudiantes dedicando su vida entera a preservar las manifestaciones más visuales de las tradiciones guatemaltecas –sus danzas y sus rituales. La magia de escuchar cómo una abuela en Cobán habla con el mismo orgullo de las telas bordadas que produce y vende en el mercado central que de sus hijas que se fueron a la capital y ahora son licenciadas en derecho. La magia del viejo chiclero en la selva del Petén que, aún asombrado setenta años después, cuenta sobre la iguana mágica que se encontró en la selva, una iguana que con sólo mirarlos fijamente desorienta a los hombres entre los árboles y hace que se pierdan por años en el monte.

Me maravillé ante la misteriosa y silenciosa imponencia de las ruinas de El Mirador, donde las bases de pirámides miden decenas y decenas de metros cuadrados, donde aún se pueden percibir desde el aire las calzadas de kilómetros de distancia que fueron trazadas miles de años atrás para servir de herramientas claves en el desarrollo de la cultura prehispánica más avanzada de los tiempos. Me maravillé ante la dedicación y curiosidad con que arqueólogos guatemaltecos y extranjeros se dedican a escarbar entre lo que queda del pasado para descubrir los secretos del desarrollo que quizás se podrían aplicar hoy.

Pero también me encontré con una Guatemala que a duras penas está mostrando pequeñas muestras de lo que fue. Un país cuyo entorno natural está cambiando drásticamente por los embates de la industrialización y el desarrollo poblacional. Un país cuya composición social cambia porque hay tantos que se van al Norte. Un país donde la ausencia de los que se fueron y sus influencias desde fuera están cambiando no sólo la forma de pensar del guatemalteco sino su forma de vestir, de entretenerse, de vivir.

Me encontré con una Guatemala llena de paradojas. Con expresiones apasionadas de la herencia cultural de los pueblos prehispánicos y de los mayas modernos, y una Guatemala poblada por personas empeñadas en escoger y apropiarse de lo que ellos consideran lo mejor del mundo exterior. Una Guatemala donde un niño indígena en Quetzaltenango escucha lo último de la música posmoderna en la sala de Internet local, donde una joven universitaria en la capital viste orgullosamente el corte tradicional de su pueblo. Un país que no ha logrado sobreponerse a las pesadillas del pasado pero que aún ve con esperanza el futuro.

Me encontré con una Guatemala que no conocía y es la que presentamos en este libro. El testimonio de lo que queda y de lo que se transforma.

Esta es la Guatemala inédita.

Guatemala inédita
/
Guatemala inédita

#AmorPorColombia

Guatemala inédita / Guatemala inédita

Guatemala inédita

Texto de: Harris Whitbeck

Recuerdo cómo de niño escuchaba las historias sobre mi abuelo norteamericano, quien viajó por México y Guatemala construyendo líneas de ferrocarril, encontrándose con legendarios bandidos en México, con indígenas nobles en Huehuetenango, y con su futura prometida y esposa y abuela mía, con quien se comprometió en el puente de los Esclavos cerca de Cuilapa, en el suroriente del país.

Recuerdo escuchar las historias de mi padre, ingeniero también, quien al viajar por el país construyendo carreteras vivió, al igual que el suyo, una Guatemala que no todos conocían. Recuerdo la historia de cómo una vez en Retalhuleu, la costa sur, los peones de su obra lo invitaron a almorzar con ellos, y le ofrecieron una enorme iguana asada que acababan de cazar a la orilla de la carretera recién asfaltada. Recuerdo la noche en que llegó mi padre apresurado de su proyecto de construcción en Chiquimula, para decirnos que al día siguiente saldríamos todos de viaje a Estados Unidos para visitar a mis tíos. Recuerdo cómo esa noche lo escuchaba hablar en tonos muy bajos con mi madre, contándole del vehículo que se accidentó cerca de su campamento y en cuyo interior encontró explosivos y un mapa indicando la dirección de mi casa.

Recuerdo escuchar a mi madre contar cómo, recién llegada a Guatemala de Estados Unidos, acompañaba a mi tía y a mi abuela en viajes en automóvil por el altiplano central en busca de textiles y artefactos indígenas. Recuerdo la historia de la vez que vio al lado del camino de tierra en Nebaj una enorme tinaja de barro que contenía maíz desgranado. Y cómo contaba que la dueña de la tinaja la miró extrañada cuando mi madre le preguntó si la vendía. Recuerdo el terror que contaba que sentía cuando tomaba un destartalado DC3 de la línea aérea nacional, para cruzar los Cuchumatanes y viajar a la capital desde Huehuetenango, donde vivió recién casada con mi padre, para comprar provisiones y visitar a su familia política.

La Guatemala que conocí de niño era un mítico país lleno de magia, de aventura, de misterio. Era un país donde los indígenas hablaban idiomas indescifrables, vestían diferente, y miraban el mundo de una manera distinta. Era un país donde la gente se comía lo que se encontraba a la orilla de la carretera, no tanto por necesidad sino porque era delicioso y estaba a la mano. Era un país donde el realismo mágico no era una corriente de literatura sino era la vida misma.

Para mi imaginación de un niño de cinco años de edad, Guatemala no terminaba detrás de la fila de volcanes que definían el límite de la ciudad y por ende el mundo que era el mío, sino que era un país que detrás de esa fila de volcanes comenzaba.
Era un país que quería conocer.

Pero antes de conocer de cerca esa Guatemala conocí gran parte del resto del mundo. Mi trabajo como corresponsal extranjero me ha llevado a los nevados de Afganistán, a las costas tropicales de Sri Lanka, a los desiertos de Medio Oriente. Me ha llevado a conocer de cerca a nuestros vecinos de México y el resto de América Latina. He conocido a políticos buenos y malos, hombres y mujeres sabios y otros no tan sabios. He vivido la vida como la viven los sujetos de mis entrevistas y los personajes de mis reportajes de televisión. Y gracias a ellos y a esas experiencias adquirí una óptica muy particular para observar lo que está a mi alrededor. Una óptica que reconoce los filtros inherentes que todos tenemos y que alteran de una manera u otra la realidad de lo que estamos viviendo. Una óptica que permite que el observado actúe y el escuchado hable sin manipulaciones. Una óptica que pretende ser lo más transparente posible.

Con esa visión adquirida decidí reintroducirme a mi país después de casi dos décadas de estar fuera.

Era un frío día de octubre cuando comencé ese viaje por Guatemala, por la tierra de mi pasado, por la tierra que cambió en mi ausencia y por la tierra que pregona trascendentales cambios a corto y mediano plazo.

Estaba yo en Santa Catarina Palopo, Sololá, disfrutando de una de esas mañanas cristalinas en que el azul del lago reflejaba los tres volcanes de Atitlán que alzaban con perfección sus siluetas al azul del cielo, cuando supe que era tiempo de recorrer de nuevo el país que habían conocido mis abuelos y mis padres, aplicando mi visión de guatemalteco y de extranjero a la vez. Tomé mi carro para dirigirme al norte del departamento de Quetzaltenango, buscando más que nada la sublime mezcla del dorado del trigo maduro con el azul de los cielos de fin de año.

Al manejar, pensé en la Guatemala que iba a encontrar. Un país recuperándose de un desgarrador conflicto interno que terminó separando a hermanos, familias, comunidades enteras. Un país que a la vez no ha perdido su esperanza en los acuerdos de paz firmados hace una década, que sentaron las bases sociales y políticas para la Guatemala de hoy. Un país desgarrado pero también bendecido por el fenómeno de la migración al Norte, que ha dejado comunidades partidas a la mitad pero más prósperas por las divisas que envían los hijos que se fueron. Un país que aprovecha esa bonanza económica, palpable en la construcción de nuevas viviendas de dos, tres pisos de concreto, con antena parabólica y un carro estacionado en su garaje en las aldeas más escondidas. Una Guatemala que aún preserva parte de la impresionante diversidad natural que alberga y que se sigue manifestando en la dignidad e imponencia de sus montañas y en la sensualidad y exuberancia de sus bosques y selvas. Un país donde el siglo XXI vive mano a mano con el siglo XVI, cuando los conquistadores españoles impusieron vestimentas a las comunidades indígenas para poder diferenciarlas, comunidades que hoy mantienen con feroz y digno arraigo esas formas de vestir, haciendo suyo lo impuesto desde fuera.

A lo largo de mi recorrido me encontré con lugares memorables por su belleza física. Me encontré con personajes memorables por su belleza espiritual. Me encontré con la magia hecha realidad al doblar una curva para entrar a un pueblo y verme envuelto en el humo, el incienso, las notas de marimba y el ritmo de cientos de personas vestidas en trajes multicolor celebrando el día de su santo patronal. La magia al escalar una torre de piedra en Izabal, torre llamada la del chamán porque quien la escala se encuentra rodeado, si así lo desea y si la percibe, de la energía milenaria de los abuelos más sabios que aún brindan su sabiduría a quienes aceptan escucharla. La magia del aprendizaje al tomarme un par de cervezas con un viejo campesino en lo alto de la montaña, o la magia de las enseñanzas transmitidas durante una mañana de café y champurradas con un maestro ciego que ha iluminado a miles de estudiantes dedicando su vida entera a preservar las manifestaciones más visuales de las tradiciones guatemaltecas –sus danzas y sus rituales. La magia de escuchar cómo una abuela en Cobán habla con el mismo orgullo de las telas bordadas que produce y vende en el mercado central que de sus hijas que se fueron a la capital y ahora son licenciadas en derecho. La magia del viejo chiclero en la selva del Petén que, aún asombrado setenta años después, cuenta sobre la iguana mágica que se encontró en la selva, una iguana que con sólo mirarlos fijamente desorienta a los hombres entre los árboles y hace que se pierdan por años en el monte.

Me maravillé ante la misteriosa y silenciosa imponencia de las ruinas de El Mirador, donde las bases de pirámides miden decenas y decenas de metros cuadrados, donde aún se pueden percibir desde el aire las calzadas de kilómetros de distancia que fueron trazadas miles de años atrás para servir de herramientas claves en el desarrollo de la cultura prehispánica más avanzada de los tiempos. Me maravillé ante la dedicación y curiosidad con que arqueólogos guatemaltecos y extranjeros se dedican a escarbar entre lo que queda del pasado para descubrir los secretos del desarrollo que quizás se podrían aplicar hoy.

Pero también me encontré con una Guatemala que a duras penas está mostrando pequeñas muestras de lo que fue. Un país cuyo entorno natural está cambiando drásticamente por los embates de la industrialización y el desarrollo poblacional. Un país cuya composición social cambia porque hay tantos que se van al Norte. Un país donde la ausencia de los que se fueron y sus influencias desde fuera están cambiando no sólo la forma de pensar del guatemalteco sino su forma de vestir, de entretenerse, de vivir.

Me encontré con una Guatemala llena de paradojas. Con expresiones apasionadas de la herencia cultural de los pueblos prehispánicos y de los mayas modernos, y una Guatemala poblada por personas empeñadas en escoger y apropiarse de lo que ellos consideran lo mejor del mundo exterior. Una Guatemala donde un niño indígena en Quetzaltenango escucha lo último de la música posmoderna en la sala de Internet local, donde una joven universitaria en la capital viste orgullosamente el corte tradicional de su pueblo. Un país que no ha logrado sobreponerse a las pesadillas del pasado pero que aún ve con esperanza el futuro.

Me encontré con una Guatemala que no conocía y es la que presentamos en este libro. El testimonio de lo que queda y de lo que se transforma.

Esta es la Guatemala inédita.

Guatemala inédita / Guatemala inédita

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