- Botero esculturas (1998)
- Salmona (1998)
- El sabor de Colombia (1994)
- Wayuú. Cultura del desierto colombiano (1998)
- Semana Santa en Popayán (1999)
- Cartagena de siempre (1992)
- Palacio de las Garzas (1999)
- Juan Montoya (1998)
- Aves de Colombia. Grabados iluminados del Siglo XVIII (1993)
- Alta Colombia. El esplendor de la montaña (1996)
- Artefactos. Objetos artesanales de Colombia (1992)
- Carros. El automovil en Colombia (1995)
- Espacios Comerciales. Colombia (1994)
- Cerros de Bogotá (2000)
- El Terremoto de San Salvador. Narración de un superviviente (2001)
- Manolo Valdés. La intemporalidad del arte (1999)
- Casa de Hacienda. Arquitectura en el campo colombiano (1997)
- Fiestas. Celebraciones y Ritos de Colombia (1995)
- Costa Rica. Pura Vida (2001)
- Luis Restrepo. Arquitectura (2001)
- Ana Mercedes Hoyos. Palenque (2001)
- La Moneda en Colombia (2001)
- Jardines de Colombia (1996)
- Una jornada en Macondo (1995)
- Retratos (1993)
- Atavíos. Raíces de la moda colombiana (1996)
- La ruta de Humboldt. Colombia - Venezuela (1994)
- Trópico. Visiones de la naturaleza colombiana (1997)
- Herederos de los Incas (1996)
- Casa Moderna. Medio siglo de arquitectura doméstica colombiana (1996)
- Bogotá desde el aire (1994)
- La vida en Colombia (1994)
- Casa Republicana. La bella época en Colombia (1995)
- Selva húmeda de Colombia (1990)
- Richter (1997)
- Por nuestros niños. Programas para su Proteccion y Desarrollo en Colombia (1990)
- Mariposas de Colombia (1991)
- Colombia tierra de flores (1990)
- Los países andinos desde el satélite (1995)
- Deliciosas frutas tropicales (1990)
- Arrecifes del Caribe (1988)
- Casa campesina. Arquitectura vernácula de Colombia (1993)
- Páramos (1988)
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- La última muerte de Wozzeck (2000)
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- Silvia Tcherassi (2002)
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- Museos de Bogotá (1989)
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- Conflicto amazónico. 1932-1934 (1994)
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- Jacanamijoy (2003)
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- Gonzalo Ariza. Pinturas (1978)
- Grau. El pequeño viaje del Barón Von Humboldt (1977)
- Bogotá Viva (2004)
- Albergues del Libertador en Colombia. Banco de la República (1980)
- El Rey triste (1980)
- Gregorio Vásquez (1985)
- Ciclovías. Bogotá para el ciudadano (1983)
- Negret escultor. Homenaje (2004)
- Mefisto. Alberto Iriarte (2004)
- Suramericana. 60 Años de compromiso con la cultura (2004)
- Rostros de Colombia (1985)
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- Casa de Nariño (1985)
- Periodismo gráfico. Círculo de Periodistas de Bogotá (1984)
- Cien años de arte colombiano. 1886 - 1986 (1985)
- Pedro Nel Gómez (1981)
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- Palacio de San Carlos (1986)
- Veinte años del Sena en Colombia. 1957-1977 (1978)
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- Colombia es Color (2008)
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- Alicia Viteri. Memoria digital (2009)
- Clemencia Echeverri. Sin respuesta (2009)
- Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias (2009)
- Agua. Riqueza de Colombia (2009)
- Volando Colombia. Paisajes (2009)
- Colombia en flor (2009)
- Medellín 360º. Cordial, Pujante y Bella (2009)
- Arte Internacional. Colección del Banco de la República (2009)
- Hugo Zapata (2009)
- Apalaanchi. Pescadores Wayuu (2009)
- Bogotá vuelo al pasado (2010)
- Grabados Antiguos de la Pontificia Universidad Javeriana. Colección Eduardo Ospina S. J. (2010)
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- Artistas por la paz (1986)
- Reglamento de uniformes, insignias, condecoraciones y distintivos para el personal de la Policía Nacional (2009)
- Historia de Bogotá. Tomo I - Conquista y Colonia (2007)
- Historia de Bogotá. Tomo II - Siglo XIX (2007)
- Academia Colombiana de Jurisprudencia. 125 Años (2019)
- Duque, su presidencia (2022)
Visiones del Siglo XX colombianoA través de sus protagonistas ya muertos / Fernando Londoño y Londoño |
Fernando Londoño y Londoño
A propósito de Fernando Londoño y Londoño
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Tanto intriga la trayectoria vital de quienes coronaron sus ambiciones como la de aquellos que, teniendo todos los atributos para alcanzar su meta, no pudieron hacerlo.
Siempre me llamó la atención el caso del doctor Fernando Londoño y Londoño, recientemente fallecido en esta ciudad. Todas las hadas se dieron cita alrededor de su cuna. Ninguno de los atributos que suelen aureolar las sienes del hombre de Estado, estuvieron ausentes en el curso de sus primeros 50 años de vida pública. A los 19 años ya era diputado a la Asamblea de Caldas y sus condiciones personales como hombre de bien y hombre de talento, con singulares dotes oratorias, se le reconocían unánimemente. En una época en la que imperaba el estilo barroco que se conoció como el “greco-quindiano”, por estar localizado principalmente en el antiguo Caldas, Londoño y Londoño se granjeó su reputación sin incurrir en ninguna demasía literaria, sin apelar a ningún truco teatral, sino simplemente con una gran destreza en el manejo del idioma.
No tuve la fortuna de haber pertenecido al círculo de sus amigos íntimos. Siempre mantuvimos un trato distante y cordial dentro de los avatares políticos de nuestra época y una gran diferencia de edades, que se iba acortando, si no en el sentido cronológico, al menos, en sus repercusiones psicológicas, cuando uno y otro, dábamos por terminado nuestro periplo histórico.
Disfruté, en cambio, de la amistad de su hermano Leonidas, álter ego de don Emilio Toro, liberal, por más señas, y contertulio de mi padre, desde la adolescencia. Siendo canciller y de acuerdo con el presidente Lleras Camargo, le pedimos su contingente para representar a Colombia en el Brasil, cuando la nueva capital, Brasilia, estaba en pañales, y lo hizo con una gran competencia, gracias a su don de gentes y a su versación en el tema cafetero, que era su predilecto entre tantas inquietudes espirituales. Cuando Fernando fue secuestrado, entre las primeras víctimas de este delito atroz, que no se conocía en Colombia desde fines del siglo xix, cuando se le llamaba el “delito siciliano”, el presidente y su canciller, tomamos la iniciativa de hacer regresar al embajador de su sede en el Brasil para que nos ayudara a propiciar el rescate de su hermano, el doctor Fernando, a su hogar.
Fue un episodio que vale la pena rememorar ahora por dos aspectos: el nacional y el personal.
Se le exigió, por parte de los secuestradores, que el ejército nacional se retirara de determinada zona en donde se encontraba su víctima, y el gobierno, en aras de la paz pública ante una sociedad enardecida, optó por complacerlos por breves horas, consiguiendo el rescate de la víctima.
En lo personal, abrigué siempre la convicción de que las semanas de su cautiverio afectaron para el resto de sus días el ánimo del doctor Londoño y Londoño. Fue un hombre que, sin perder su lucidez mental, cambió de la noche a la mañana y se transformó, para quienes lo tratábamos a distancia, en un nuevo ser, con una concepción del mundo distinta de la que había tenido hasta entonces. Era tan absurdo el cúmulo de circunstancias que rodearon su secuestro que, sin duda alguna, para una sensibilidad como la suya, habría herido al más fuerte de los hombres. Pensar, por ejemplo, que los criminales que lo mantenían preso argumentaban, para exigir un rescate descomunal, el hecho de que el estadio de Manizales llevaba su nombre y los zafios creían que era de su propiedad.
Cuando, a raíz de la segunda guerra mundial, el gobierno nacional designó al doctor Londoño y Londoño como el primer embajador de Colombia en París, recientemente liberado de la ocupación nazi, mi hermano Pedro fue designado como su secretario. Pese al distanciamiento político, por haber sido el doctor Londoño y Londoño, uno de los más aguerridos opositores de la segunda administración López, mantuvieron excelentes relaciones y ambos guardaban un recuerdo casi afectuoso de su colaboración.
Este vínculo me permitió intercambiar frecuentemente ideas con el doctor Londoño y Londoño, en mis visitas a Manizales, en las épocas del mrl y, más tarde, como miembro del Partido Liberal o jefe del gobierno. Era de rigor, no sólo en mi caso, sino en el de todos los conferencistas que asistían a reuniones en la capital caldense, mencionar su nombre al lado de los miembros que participaban en el panel, cuando quiera que el doctor Londoño estaba presente en la reunión, en su calidad del ciudadano más distinguido de la sociedad caldense.
La muerte de Fernando Londoño y Londoño significa una gran pérdida para Caldas y para el país entero. A los cronistas del siglo xx, cuando ya toca a su fin, les queda el enigma de por qué desapareció de la escena prematuramente y, contando con una estimación colectiva como la de muy pocos entre sus contemporáneos, no alcanzó la primera magistratura y, apenas, desempeñó, transitoriamente, con mucho brillo, el Ministerio de Relaciones Exteriores bajo la administración Lleras Camargo.
¿Podría yo consignar aquí una especial deuda de gratitud con él, a la cual sólo me he referido en forma accidental en anteriores escritos? Me refiero a la manera como contribuyó a ponerle término al enojoso asunto Handel en 1944, en asocio del doctor Francisco de Paula Pérez, su colega en el Ministerio de Hacienda y, también, miembro del Partido Conservador.
En el año de 1943, el Senado de la República, a instancias del senador Pedro Alonso Jaimes, aprobó una proposición contra la administración López Pumarejo, acusando implícitamente al presidente de haber sustraído del conocimiento del poder judicial, la decisión relativa acerca de cuál era la sede de la Handel Industrie Maatschappij Bogotá, si la de Amsterdam o la de Curaçao, cuestión que, supuestamente, era privativa de la justicia ordinaria y que el jefe del Estado, abusando de su condición de cabeza del ejecutivo, había usurpado para favorecer a su hijo, cuando lo que estaba por dirimir era cuál legislación debía reconocer Colombia.
Decía así el mencionado exabrupto: “El Senado de la República considera que la decisión de todas las cuestiones contenciosas de derecho privado surgidas con motivo de la disolución o liquidación de sociedades extranjeras que tienen negocios en Colombia o participación en empresas colombianas, del domicilio social y representación legal de las mismas y del pago de los dividendos en empresas colombianas pertenecientes a dichas sociedades bajo mandato o administración fiduciaria, corresponde privativamente de acuerdo con nuestras leyes al organo judicial del poder público”.
Equivalía a pretender que el reconocimiento sobre cuál era el gobierno legítimo, de Holanda y, consiguientemente, su legislación, si el de la reina Guillermina, con quien el Gobierno de Colombia jamás rompió relaciones, o el del comisario de ocupación, alemán “Gauleiter”, como se llamaba entonces, que aspiraba a ejercer soberanía sobre los Países Bajos, a nombre de Hitler. Era eminentemente una cuestión de derecho público, terreno que siempre ha sido de la competencia del presidente y jamás del resorte de los jueces del circuito, como lo pretendían, de mala fe, los enemigos del régimen.
El enredo no se había suscitado exclusivamente en Colombia. En todo el continente, inclusive en los Estados Unidos, grupos de alemanes pretendieron reclamar derechos sobre bienes de holandeses, invocando las disposiciones de la potencia ocupante, pero en ninguna parte se les dio razón. Fue el caso de la sentencia dictada por el magistrado Carrol G. Walter, de la Corte Suprema de Justicia de New York, negando una demanda contra el Chase National Bank, el Central Hannover Bank and Trust Company y el Commercial National Bank and Trust Company, por dos funcionarios alemanes de la Koninklijke Lederfabriek Oisterwijk N.V. (Compañía Real de Cueros de Holanda). Se dispuso que los bancos no debían aceptar instrucciones del fideicomisario nazi, puesto que el gobierno federal no reconocía la ocupación alemana de Holanda. Aún en Colombia, sólo se le aplicó a la Sociedad Handel Industrie Maatschappij Bogotá, el desconocimiento del traslado de su sede de Amsterdam a Curaçao, en vísperas de la invasión de Holanda, mientras sí se aceptaba para otras sociedades holandesas.
El hecho fue que, bajo el gobierno de Alberto Lleras Camargo, y por medio de la resolución No. 21118 de 1944, y no de ningún fallo judicial, como decía la proposición del Senado, se reconoció, que la única sede que tenía derechos sobre los bienes de la Handel en Colombia era la de Curaçao, que yo había representado durante la administración Santos, así se pretendiera que la estaba representando bajo la administración López Pumarejo, lo cual le hizo decir a Juan Lozano y Lozano que se me trataba como a “un hijo retroactivo del ejecutivo”.
Traigo a cuento esta historia de la entereza y rectitud de los doctores Londoño y Londoño y Pérez, porque al lado del presidente Lleras, no vacilaron en rectificar el error que le hubiera podido costar al país una cuantiosa indemnización.
No es mi estilo esconderme detrás de los muertos para disparar, como lo han hecho con ocasión del fallecimiento de Caballero Escovar, sus parientes y amigos. Sólo quiero rectificarlos en un solo punto, siendo innumerables las inexactitudes de que Caballero se valió en vida, para atentar contra mi buen nombre durante 40 años en que aprovechaba su condición de columnista de El Espectador o de El Tiempo. Me basta poner de presente ahora, cuando se le quiere describir como un prócer que se atravesó en el camino del “abominable negociado”, que tengan en cuenta de que en las sesiones del Senado de 1943, Caballero Escovar no sólo no participó abiertamente en el debate sino que, por el contrario, según el número 607 de los Anales del Senado correspondientes a 1943, suscribió, junto con otros veinte senadores, un documento en el que se afirmaba que el presidente López sólo había actuado “movido por el interés público”. Solamente un año después, en 1944, enfiló sus baterías contra mi padre y contra mí, admitiendo, según sus propias palabras, que se le había “trasconejeado” una participación en una compra de acciones Handel que él había propuesto1. Es necesario poner a este llanero solitario, a este héroe de la moral, en su verdadero escenario, es decir, interviniendo solamente un año después de la proposición del Senado en donde se atacaba al presidente. Simplemente, como dice el refrán, se limitó a “llover sobre mojado”, con menos arrojo del que se le atribuye por sus panegiristas.
Que me perdone Dios, como reza el estribillo del “santo cachón”, pero episodios recientes, cuando se ataca por la espalda a personas que no tienen voz en el Congreso de la República, me recuerdan aquellas épocas en que nadie se atrevía a asumir la defensa de la familia López por el temor de verse tildado de “sapo”. Se ahogaban las pocas voces amigas que, desafiando la prevención colectiva, confundían con sus interpelaciones a los Catones de turno. Fue necesario que la voz del ministro, doctor Darío Echandía, la conciencia jurídica del régimen, ilustrara a los pocos senadores que de buena fe participaban del equívoco, para que quedara en claro que jamás ha sido privativo del poder judicial reconocerle efectos a la ocupación militar de un país, sino que, por tiempo inmemorial, ha sido de la competencia del presidente de la república, la dirección de las Relaciones Exteriores en cuanto a reconocer la legitimidad de los gobiernos, máxime, como fue este caso de marras, cuando la controversia versaba entre nuestro aliado, Holanda, y el nazismo contra el cual estábamos en guerra.
Visiones del Siglo XX colombiano |
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Visiones del Siglo XX colombiano A través de sus protagonistas ya muertos / Fernando Londoño y Londoño
Fernando Londoño y Londoño
A propósito de Fernando Londoño y Londoño
Texto de: Alfonso López Michelsen.
Tanto intriga la trayectoria vital de quienes coronaron sus ambiciones como la de aquellos que, teniendo todos los atributos para alcanzar su meta, no pudieron hacerlo.
Siempre me llamó la atención el caso del doctor Fernando Londoño y Londoño, recientemente fallecido en esta ciudad. Todas las hadas se dieron cita alrededor de su cuna. Ninguno de los atributos que suelen aureolar las sienes del hombre de Estado, estuvieron ausentes en el curso de sus primeros 50 años de vida pública. A los 19 años ya era diputado a la Asamblea de Caldas y sus condiciones personales como hombre de bien y hombre de talento, con singulares dotes oratorias, se le reconocían unánimemente. En una época en la que imperaba el estilo barroco que se conoció como el “greco-quindiano”, por estar localizado principalmente en el antiguo Caldas, Londoño y Londoño se granjeó su reputación sin incurrir en ninguna demasía literaria, sin apelar a ningún truco teatral, sino simplemente con una gran destreza en el manejo del idioma.
No tuve la fortuna de haber pertenecido al círculo de sus amigos íntimos. Siempre mantuvimos un trato distante y cordial dentro de los avatares políticos de nuestra época y una gran diferencia de edades, que se iba acortando, si no en el sentido cronológico, al menos, en sus repercusiones psicológicas, cuando uno y otro, dábamos por terminado nuestro periplo histórico.
Disfruté, en cambio, de la amistad de su hermano Leonidas, álter ego de don Emilio Toro, liberal, por más señas, y contertulio de mi padre, desde la adolescencia. Siendo canciller y de acuerdo con el presidente Lleras Camargo, le pedimos su contingente para representar a Colombia en el Brasil, cuando la nueva capital, Brasilia, estaba en pañales, y lo hizo con una gran competencia, gracias a su don de gentes y a su versación en el tema cafetero, que era su predilecto entre tantas inquietudes espirituales. Cuando Fernando fue secuestrado, entre las primeras víctimas de este delito atroz, que no se conocía en Colombia desde fines del siglo xix, cuando se le llamaba el “delito siciliano”, el presidente y su canciller, tomamos la iniciativa de hacer regresar al embajador de su sede en el Brasil para que nos ayudara a propiciar el rescate de su hermano, el doctor Fernando, a su hogar.
Fue un episodio que vale la pena rememorar ahora por dos aspectos: el nacional y el personal.
Se le exigió, por parte de los secuestradores, que el ejército nacional se retirara de determinada zona en donde se encontraba su víctima, y el gobierno, en aras de la paz pública ante una sociedad enardecida, optó por complacerlos por breves horas, consiguiendo el rescate de la víctima.
En lo personal, abrigué siempre la convicción de que las semanas de su cautiverio afectaron para el resto de sus días el ánimo del doctor Londoño y Londoño. Fue un hombre que, sin perder su lucidez mental, cambió de la noche a la mañana y se transformó, para quienes lo tratábamos a distancia, en un nuevo ser, con una concepción del mundo distinta de la que había tenido hasta entonces. Era tan absurdo el cúmulo de circunstancias que rodearon su secuestro que, sin duda alguna, para una sensibilidad como la suya, habría herido al más fuerte de los hombres. Pensar, por ejemplo, que los criminales que lo mantenían preso argumentaban, para exigir un rescate descomunal, el hecho de que el estadio de Manizales llevaba su nombre y los zafios creían que era de su propiedad.
Cuando, a raíz de la segunda guerra mundial, el gobierno nacional designó al doctor Londoño y Londoño como el primer embajador de Colombia en París, recientemente liberado de la ocupación nazi, mi hermano Pedro fue designado como su secretario. Pese al distanciamiento político, por haber sido el doctor Londoño y Londoño, uno de los más aguerridos opositores de la segunda administración López, mantuvieron excelentes relaciones y ambos guardaban un recuerdo casi afectuoso de su colaboración.
Este vínculo me permitió intercambiar frecuentemente ideas con el doctor Londoño y Londoño, en mis visitas a Manizales, en las épocas del mrl y, más tarde, como miembro del Partido Liberal o jefe del gobierno. Era de rigor, no sólo en mi caso, sino en el de todos los conferencistas que asistían a reuniones en la capital caldense, mencionar su nombre al lado de los miembros que participaban en el panel, cuando quiera que el doctor Londoño estaba presente en la reunión, en su calidad del ciudadano más distinguido de la sociedad caldense.
La muerte de Fernando Londoño y Londoño significa una gran pérdida para Caldas y para el país entero. A los cronistas del siglo xx, cuando ya toca a su fin, les queda el enigma de por qué desapareció de la escena prematuramente y, contando con una estimación colectiva como la de muy pocos entre sus contemporáneos, no alcanzó la primera magistratura y, apenas, desempeñó, transitoriamente, con mucho brillo, el Ministerio de Relaciones Exteriores bajo la administración Lleras Camargo.
¿Podría yo consignar aquí una especial deuda de gratitud con él, a la cual sólo me he referido en forma accidental en anteriores escritos? Me refiero a la manera como contribuyó a ponerle término al enojoso asunto Handel en 1944, en asocio del doctor Francisco de Paula Pérez, su colega en el Ministerio de Hacienda y, también, miembro del Partido Conservador.
En el año de 1943, el Senado de la República, a instancias del senador Pedro Alonso Jaimes, aprobó una proposición contra la administración López Pumarejo, acusando implícitamente al presidente de haber sustraído del conocimiento del poder judicial, la decisión relativa acerca de cuál era la sede de la Handel Industrie Maatschappij Bogotá, si la de Amsterdam o la de Curaçao, cuestión que, supuestamente, era privativa de la justicia ordinaria y que el jefe del Estado, abusando de su condición de cabeza del ejecutivo, había usurpado para favorecer a su hijo, cuando lo que estaba por dirimir era cuál legislación debía reconocer Colombia.
Decía así el mencionado exabrupto: “El Senado de la República considera que la decisión de todas las cuestiones contenciosas de derecho privado surgidas con motivo de la disolución o liquidación de sociedades extranjeras que tienen negocios en Colombia o participación en empresas colombianas, del domicilio social y representación legal de las mismas y del pago de los dividendos en empresas colombianas pertenecientes a dichas sociedades bajo mandato o administración fiduciaria, corresponde privativamente de acuerdo con nuestras leyes al organo judicial del poder público”.
Equivalía a pretender que el reconocimiento sobre cuál era el gobierno legítimo, de Holanda y, consiguientemente, su legislación, si el de la reina Guillermina, con quien el Gobierno de Colombia jamás rompió relaciones, o el del comisario de ocupación, alemán “Gauleiter”, como se llamaba entonces, que aspiraba a ejercer soberanía sobre los Países Bajos, a nombre de Hitler. Era eminentemente una cuestión de derecho público, terreno que siempre ha sido de la competencia del presidente y jamás del resorte de los jueces del circuito, como lo pretendían, de mala fe, los enemigos del régimen.
El enredo no se había suscitado exclusivamente en Colombia. En todo el continente, inclusive en los Estados Unidos, grupos de alemanes pretendieron reclamar derechos sobre bienes de holandeses, invocando las disposiciones de la potencia ocupante, pero en ninguna parte se les dio razón. Fue el caso de la sentencia dictada por el magistrado Carrol G. Walter, de la Corte Suprema de Justicia de New York, negando una demanda contra el Chase National Bank, el Central Hannover Bank and Trust Company y el Commercial National Bank and Trust Company, por dos funcionarios alemanes de la Koninklijke Lederfabriek Oisterwijk N.V. (Compañía Real de Cueros de Holanda). Se dispuso que los bancos no debían aceptar instrucciones del fideicomisario nazi, puesto que el gobierno federal no reconocía la ocupación alemana de Holanda. Aún en Colombia, sólo se le aplicó a la Sociedad Handel Industrie Maatschappij Bogotá, el desconocimiento del traslado de su sede de Amsterdam a Curaçao, en vísperas de la invasión de Holanda, mientras sí se aceptaba para otras sociedades holandesas.
El hecho fue que, bajo el gobierno de Alberto Lleras Camargo, y por medio de la resolución No. 21118 de 1944, y no de ningún fallo judicial, como decía la proposición del Senado, se reconoció, que la única sede que tenía derechos sobre los bienes de la Handel en Colombia era la de Curaçao, que yo había representado durante la administración Santos, así se pretendiera que la estaba representando bajo la administración López Pumarejo, lo cual le hizo decir a Juan Lozano y Lozano que se me trataba como a “un hijo retroactivo del ejecutivo”.
Traigo a cuento esta historia de la entereza y rectitud de los doctores Londoño y Londoño y Pérez, porque al lado del presidente Lleras, no vacilaron en rectificar el error que le hubiera podido costar al país una cuantiosa indemnización.
No es mi estilo esconderme detrás de los muertos para disparar, como lo han hecho con ocasión del fallecimiento de Caballero Escovar, sus parientes y amigos. Sólo quiero rectificarlos en un solo punto, siendo innumerables las inexactitudes de que Caballero se valió en vida, para atentar contra mi buen nombre durante 40 años en que aprovechaba su condición de columnista de El Espectador o de El Tiempo. Me basta poner de presente ahora, cuando se le quiere describir como un prócer que se atravesó en el camino del “abominable negociado”, que tengan en cuenta de que en las sesiones del Senado de 1943, Caballero Escovar no sólo no participó abiertamente en el debate sino que, por el contrario, según el número 607 de los Anales del Senado correspondientes a 1943, suscribió, junto con otros veinte senadores, un documento en el que se afirmaba que el presidente López sólo había actuado “movido por el interés público”. Solamente un año después, en 1944, enfiló sus baterías contra mi padre y contra mí, admitiendo, según sus propias palabras, que se le había “trasconejeado” una participación en una compra de acciones Handel que él había propuesto1. Es necesario poner a este llanero solitario, a este héroe de la moral, en su verdadero escenario, es decir, interviniendo solamente un año después de la proposición del Senado en donde se atacaba al presidente. Simplemente, como dice el refrán, se limitó a “llover sobre mojado”, con menos arrojo del que se le atribuye por sus panegiristas.
Que me perdone Dios, como reza el estribillo del “santo cachón”, pero episodios recientes, cuando se ataca por la espalda a personas que no tienen voz en el Congreso de la República, me recuerdan aquellas épocas en que nadie se atrevía a asumir la defensa de la familia López por el temor de verse tildado de “sapo”. Se ahogaban las pocas voces amigas que, desafiando la prevención colectiva, confundían con sus interpelaciones a los Catones de turno. Fue necesario que la voz del ministro, doctor Darío Echandía, la conciencia jurídica del régimen, ilustrara a los pocos senadores que de buena fe participaban del equívoco, para que quedara en claro que jamás ha sido privativo del poder judicial reconocerle efectos a la ocupación militar de un país, sino que, por tiempo inmemorial, ha sido de la competencia del presidente de la república, la dirección de las Relaciones Exteriores en cuanto a reconocer la legitimidad de los gobiernos, máxime, como fue este caso de marras, cuando la controversia versaba entre nuestro aliado, Holanda, y el nazismo contra el cual estábamos en guerra.