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TrópicoVisiones de la naturaleza colombiana /

Epílogo

Epílogo

Texto de: William Ospina

Los mapas suelen engañarnos. Casi sin darnos cuenta admitimos como una verdad natural algo que no existe en la naturaleza: la división del mundo en países, la proliferación de las fronteras, la abundancia de nombres sobre los territorios, letras, grandes y pequeñas, que sitúan, matizan y diferencian las regiones del mundo.

El verdadero planeta es el que vemos en estas imágenes. Vivo, profundo, intenso, múltiple, vertiginoso; el planeta lleno de fuerzas milagrosas y de vientos fecundos, que mueve sus tentáculos amarillos en los abismos de cobalto y que bate sus plumas en el frío de los aires altísimos. Un planeta en el que nosotros mismos, con toda nuestra capacidad humana de interferir y transformar, de saquear y amenazar, no somos más que un peligroso termitero enfrentado a otros. Llamar Colombia a esta anémona gigante, a esta águila blanquinegra, a esta tortuga negra del Pacífico, no es más que un halago para nuestras conciencias, que se envanecen de compartir el hogar con esos bellos y misteriosos vecinos.

Pero a diferencia de los humanos, tan sembrados en los territorios para dominarlos pero tan poco sembrados para protegerlos, las águilas y los peces, las oropéndolas y las ráfagas cargadas de polen recorren el mundo con un sentido más profundo y más universal de la pertenencia. Esas águilas vienen migrando desde el Canadá, sobrevuelan la sierra del Cocuy, donde alimentan los mitos de los U´wa, y siguen hacia el sur, hacia las montañas argentinas. Esos tiburones martillo llevan el mensaje de la continuidad de la vida y de la hondura de sus orígenes. Esos monos saltan alegres e indiferentes de los árboles brasileros a los árboles colombianos, exactamente al modo como lo hacen los humanos desnudos de la selva, cuya vida es una suerte de danza sagrada, escapada, aunque no por mucho tiempo, a las telarañas de la historia y de Hegel. Esas tortugas van de Malpelo a las Galápagos y nada tienen que ver con esas cosas misteriosas y abstractas que se llaman Colombia o Ecuador.

Este libro me produce menos la alegría singular de sentirme colombiano que el asombro universal de sentirme humano, de saber que como esas incontables maravillas que pueblan los abismos, los montes, los cielos, yo también tengo ojos y miedos y sangre en las venas. Me hace sentir una perplejidad continua. Todos los seres de estas páginas, desde los más fieros como esos tiburones que avanzan bajo la turbulencia, hasta los más regocijantes como ese camarón barbero de cuerpo cristalino que parece un pequeño duende de los abismos, desde los más belicosos, como esos simétricos machos cabríos silvestres que parecen posando para una viñeta heráldica, hasta los más industriosos como esas oropéndolas de largos nidos, parecen revelarnos algo olvidado y parecen devolvernos algo perdido.

También están aquí las plantas, las que Chesterton llamó “los verdes animales silenciosos”; y los perfiles de las montañas, los caprichosos dibujos de la Cuchilla del Zorro, el mítico amanecer de la Sierra Nevada. Por todas partes la luz y el movimiento, la vida, con sus ventosas y pelambres, sus escamas y estambres, con el poder de su veneno y el estruendo de sus élitros; los mil cuerpos del agua que se pliega y se repliega y ondula y gotea y se desliza y se endurece, y que después de contener relámpagos de pargos rojos y miríadas de sardinas, se desploma entre árboles en el parque de los Catíos, cae a torrentes por los cerros de Mavicure, refleja los bosques de palmeras del Darién, y se empoza finalmente en la mirada de ese mono araña cautivo que nos trae el mensaje final de un mundo amenazado.

Porque lo otro que nos trae este libro espléndido y terrible es la noticia, que debe volver y volver hasta ser creída y conjurada, de que todos estos milagros viven bajo amenaza; pues el ser que más se envanece de comprender el mundo, el que más dice maravillarse de él, misteriosamente trabaja noche y día para que tanto frágil esplendor desaparezca.

Hay otra mirada, sin embargo. Una que no se ve en el libro porque está en él totalmente, aquella por la cual el libro existe, la del hombre que se asombra y se desvela, y que nos enseña con talento y esfuerzo cómo la luz de días idos puede persistir transformada en ejercicios de deslumbramiento y en lecciones de esperanza.

Trópico
Visiones de la naturaleza colombiana /
Epílogo

#AmorPorColombia

Trópico Visiones de la naturaleza colombiana / Epílogo

Epílogo

Texto de: William Ospina

Los mapas suelen engañarnos. Casi sin darnos cuenta admitimos como una verdad natural algo que no existe en la naturaleza: la división del mundo en países, la proliferación de las fronteras, la abundancia de nombres sobre los territorios, letras, grandes y pequeñas, que sitúan, matizan y diferencian las regiones del mundo.

El verdadero planeta es el que vemos en estas imágenes. Vivo, profundo, intenso, múltiple, vertiginoso; el planeta lleno de fuerzas milagrosas y de vientos fecundos, que mueve sus tentáculos amarillos en los abismos de cobalto y que bate sus plumas en el frío de los aires altísimos. Un planeta en el que nosotros mismos, con toda nuestra capacidad humana de interferir y transformar, de saquear y amenazar, no somos más que un peligroso termitero enfrentado a otros. Llamar Colombia a esta anémona gigante, a esta águila blanquinegra, a esta tortuga negra del Pacífico, no es más que un halago para nuestras conciencias, que se envanecen de compartir el hogar con esos bellos y misteriosos vecinos.

Pero a diferencia de los humanos, tan sembrados en los territorios para dominarlos pero tan poco sembrados para protegerlos, las águilas y los peces, las oropéndolas y las ráfagas cargadas de polen recorren el mundo con un sentido más profundo y más universal de la pertenencia. Esas águilas vienen migrando desde el Canadá, sobrevuelan la sierra del Cocuy, donde alimentan los mitos de los U´wa, y siguen hacia el sur, hacia las montañas argentinas. Esos tiburones martillo llevan el mensaje de la continuidad de la vida y de la hondura de sus orígenes. Esos monos saltan alegres e indiferentes de los árboles brasileros a los árboles colombianos, exactamente al modo como lo hacen los humanos desnudos de la selva, cuya vida es una suerte de danza sagrada, escapada, aunque no por mucho tiempo, a las telarañas de la historia y de Hegel. Esas tortugas van de Malpelo a las Galápagos y nada tienen que ver con esas cosas misteriosas y abstractas que se llaman Colombia o Ecuador.

Este libro me produce menos la alegría singular de sentirme colombiano que el asombro universal de sentirme humano, de saber que como esas incontables maravillas que pueblan los abismos, los montes, los cielos, yo también tengo ojos y miedos y sangre en las venas. Me hace sentir una perplejidad continua. Todos los seres de estas páginas, desde los más fieros como esos tiburones que avanzan bajo la turbulencia, hasta los más regocijantes como ese camarón barbero de cuerpo cristalino que parece un pequeño duende de los abismos, desde los más belicosos, como esos simétricos machos cabríos silvestres que parecen posando para una viñeta heráldica, hasta los más industriosos como esas oropéndolas de largos nidos, parecen revelarnos algo olvidado y parecen devolvernos algo perdido.

También están aquí las plantas, las que Chesterton llamó “los verdes animales silenciosos”; y los perfiles de las montañas, los caprichosos dibujos de la Cuchilla del Zorro, el mítico amanecer de la Sierra Nevada. Por todas partes la luz y el movimiento, la vida, con sus ventosas y pelambres, sus escamas y estambres, con el poder de su veneno y el estruendo de sus élitros; los mil cuerpos del agua que se pliega y se repliega y ondula y gotea y se desliza y se endurece, y que después de contener relámpagos de pargos rojos y miríadas de sardinas, se desploma entre árboles en el parque de los Catíos, cae a torrentes por los cerros de Mavicure, refleja los bosques de palmeras del Darién, y se empoza finalmente en la mirada de ese mono araña cautivo que nos trae el mensaje final de un mundo amenazado.

Porque lo otro que nos trae este libro espléndido y terrible es la noticia, que debe volver y volver hasta ser creída y conjurada, de que todos estos milagros viven bajo amenaza; pues el ser que más se envanece de comprender el mundo, el que más dice maravillarse de él, misteriosamente trabaja noche y día para que tanto frágil esplendor desaparezca.

Hay otra mirada, sin embargo. Una que no se ve en el libro porque está en él totalmente, aquella por la cual el libro existe, la del hombre que se asombra y se desvela, y que nos enseña con talento y esfuerzo cómo la luz de días idos puede persistir transformada en ejercicios de deslumbramiento y en lecciones de esperanza.

Trópico Visiones de la naturaleza colombiana / Epílogo

#AmorPorColombia